Pueblos
La guerra de los defensores y la destrucción de los invasores (2)
Transcurrido algún tiempo, contado con nuevos soles, los hombres de la cuadrilla que estaban aserrando madera el día de aquel primer ataque de los indios, contaban en la Floresta, un pequeño conglomerado de casitas a orillas de la naciente carretera trocal del Caribe, la hazaña ocurrida en lo alto de la montaña.
La gente escuchaba atónita eso que comentaban en la radio –como si se tratara de aquel acontecimiento que conmovió al mundo por el temor que causaban las radiaciones mortales de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki–. Esos seres que aprendieron a convivir con las radiaciones que mataban gente por millares, no concebían la idea de compartir su botín recién descubierto, con unos seres no considerados humanos, simplemente porque no compartían su cultura, su idiosincrasia, su lengua y sus pensamientos destructivos.
Al cabo de un tiempo en el caserío La Floresta, se organizó una gran expedición conformada por resentidos hombres de todos los sitios poblados a orillas de la trocal del Caribe con refuerzos de formidables hombres del río y del complejo cenagoso de la Zapatoza, sobrevivientes de la guerra partidista; todos hombres segados de ira, armados con toda clase de armas para arrancar de un tajo la vida y con perros rastreadores para infundir temor a sus enemigos y así, recuperar el cadáver del hombre muerto y con ello, colgar la bandera en representación del dominio territorial; ¡Vaya enardecida sorpresa se llevaron cuando al llegar al lugar de los hechos encontraron el cadáver del hombre al descubierto y el hígado atado a la punta de una rama, como en señal de retaliación!
Los ánimos se caldearon entre los hombres invasores, pese a que era inocultable el miedo que causaba una situación como esa; ya para entonces era un secreto a mil voces que se enfrentaban a una especie sagaz, astuta, incomprensible, inhumana que ni siquiera hablaba como ellos. ¿Cómo se podía enfrentar y vencer una especie considerada animal?, especie que asombraba por su razonamiento y sagacidad; esto les causaba más preocupación, pues se creían una raza superior a todas las criaturas de la tierra.
Fue así cómo comenzó la primera de muchas matanzas que esas tierras fértiles han soportado. Con el pasar de los días se armaron los hombres con estrategias de guerra, con indumentaria bélica; los refuerzos llegaban de todas las laderas con ayuda de perros feroces entrenados solo para matar indios, como si se trataran de animales en temporada de caza… Con cada nuevo suceso épico llegaban nuevos personajes históricos atraídos más por la cacería de indios que por el cuidado y conservación de las tierras que los alimentaban y les representaba una oportunidad de mejor vida.
Cierto día llegó al caserío llamado El Burro, otro punto de acceso a la sierra, un señor en compañía de su mujer y un perro tan feroz como las fieras de la montaña. Llegó armado y dispuesto a combatir los indios; este cachaco venia proveniente de la parte alta del Carmen Norte de Santander, un pueblito adentrado en lo alto del Catatumbo santandereano y casi arrasado por la chusma partidista. Para entonces se habían confabulado todas las razas existentes en la parte baja del Perijá -negros, mestizos, pescadores, agricultores, ribereños y cachacos- todos con el mismo fin, acabar con unos animales salvajes nada parecido a ellos, que en verdad eran los únicos razonables y de raza pura.
La tarea que la madre naturaleza y el padre sol le había encargado a los Yukos, era una tarea noble, sin ninguna remuneración económica, salvo la satisfacción de hacer las cosas bien. No necesitaban que ningún ente de control estuviera auditando periódicamente sus actividades, no quedaba evidencia ni registro firmado de sus quehaceres en la montaña, solo se veía el resultado: Yukos, árboles, quebradas, animales y la tierra en general, en una armonía tan precisa, que solo ellos y cualquier otra tribu aborigen de las que habitara la madre tierra podían lograr.
Las lluvias que bañan las sabanas en la parte baja de la sierra y que reverdecían el pasto que alimentaba el ganado del hombre blanco, era gracias al buen cuidado que los Yukos le daban a la fauna en la parte alta de la sierra; las quebrabas que irrigaban las tierras secas en la parte baja de la montaña, corrían con aguas felices y abundantes debido a la buena conservación y prevención que los Yukos le daban en lo más alto; en los atardeceres, cuando se podía aprecia un sol acogedor, el cual cobijaba a todos con su rayos sin tener en cuenta su raza u origen, solo se reconfortaba con los sacrificios que los Yukos hacían como tributo a la luz; sin embargo para los invasores, esos indios solo eran uno animales salvajes, sin ninguna humanidad a los que había que cazar como a fieras salvajes y engañar como a frágiles corderos.
Los Yukos no eran nómadas eran deambulantes. Deambulaban en la montaña y solo se detenían para comer; no se fijaban en estratificación o jerarquía social, no les importaba ni el prejuicio ni el interés personal, no sabían de tiranía; tenían claro cuál era su lugar en ese pedazo de tierra: deambular para cumplir su tarea, la de cuidar la selva. Se enamoraban con el amor más puro (e incomprensible para el hombre invasor); un amor que no tenía fronteras ni vestimenta que los detuviera.
Los más experimentados enseñaban a los que iban comenzado a crecer, en el arte de la caza y la guerra los varones a los varones y, las hembras a las hembras le enseñaban el arte de recolectar frutos, el cuidado de la casa y el amor. Observadores y fieles a sus normas; era una obligación enterrar en tumbas a sus muertos, echarle todas sus pertenencias para garantizarle al difunto vida digna en el mundo de los muertos y, las mujeres lloraban a sus muertos con rituales de duelo.
Aunque no eran especialistas en la artesanía, realizaban monumentos a sus dioses, con los cuales le rendían tributo, al igual que le hacían monumentos a su cotidianidad. Se movían en grupos, nunca se movilizaban solos, dejaban un rastro al igual que un rebaño de ganado, un rastro que era detectado fácilmente por los perros salvajes de los hombres invasores. Y aunque es incuestionable la sagacidad del hombre aborigen, llamada “malicia indígena”, los perros generaban tal grado de desequilibrio emocional y racional a los Yukos que los ponía en desventaja frente a su adversario; corrían despavoridos de miedo en una estampida como la de una manada de ñus, dejando un reguero de heces fecales a su paso; se trepaban como micos en los árboles, quedando como diana a las escopetas de los invasores. Quienes lograban escapar a una redada invasora con perros y chispunes, corrían con la suerte de vivir otro día más; el que caía en las mandíbulas de los feroces perros, moría; igual destino corrían quienes se encaramaban en los árboles, eran blancos fáciles para los tiradores.
En medio de tanta ira por parte de los invasores y tanto temor por parte de los indios, se encontraban personajes que, a pesar de ser colonos, se esforzaban por mantener una relación, lo más cercana a armónica, con los indios, pese al sigilo de estos. Era el caso del viejo Rafael Pedraza y su compañera María Guerra, quienes, ilusionados con el boom de la exploración de las nuevas tierras muy aptas para el cultivo del maíz, la yuca y por la industria maderera se adentraron en la montaña en busca de refugio y de alimentos para satisfacer el hambre causada por la guerra partidista; sabiendo a lo que se exponían si se encontraban con los indios, nunca tuvieron miedo, solo acompañado de un sentimiento noble y justo; dejaban alimentos en la casa de madera construida a orilla de la quebrada, visible a los indios, lo hacían de manera intencional, con el fin de dejar una ofrenda que empezara a sellar la confianza rota. Ellos, con mucha malicia indígena, se acercaban a la casa una vez salía don Rafael y doña María y luego de verificar que no había veneno en los alimentos, consumían la panela y las pocas cosas de la civilización que se encontraban en la montaña; la ofrenda era devuelta por parte de los Yukos no haciéndoles daño a la pareja ni a sus pocos aliados ni a sus animales o cultivos.
Don Rafael y doña María dieron un gran ejemplo de que sí se podía vivir libre y en armonía en una tierra de nadie, pero que todos reclamaban como suya, aunque puede considerarse una temeridad, este acto puede considerarse como un primer acuerdo de paz en Colombia; sin embargo, la ambición del hombre invasor sobrepasa toda justicia divina, a la que tanto se acogían lo Yukos, hermanos mayores a quienes solo sus dioses defendieron, pero que se vieron impotentes para doblegar la conciencia de hierro que tenían los hombres invasores; ellos sin más escudo que la manta de la selva y sin otra arma que sus flechas y su valentía.
Pero no se podrá contar la historia diciendo que los invasores vencieron fácilmente a los Yukos. La matanza se daba por parte y parte en ambos bandos; la sed de justicia era insaciable y crecía con la misma ferocidad con que crecen las quebradas con los torrentes aguaceros.
Una tarde mientras el sol moría, varios aserradores se disponía a descansar en un campamento improvisado en un claro de la montaña; los hombres cantaban sonrientes la culminación de la jornada laboral, mientras que un indio Yuko, aprovechó la ocasión y con tal sigilo se fue agazapado lentamente por la sombra que producía un tronco de un árbol que habían cortado en la mañana; el indio se fue acercando a tal punto de tener a su enemigo al alcance de su flecha, justo cuando llegó al punto preciso para disparar, cayó el manto de la noche; fue entonces cuando el indio puso a prueba su osadía, guiado por el sonido de la voz del aficionado cantante, disparó su flecha impactando en la yugular del trabajador. Este hecho truncó la paz del aserrío y se formó un gran zafarrancho.
Al día siguiente esa cuadrilla se unió con otra cuadrilla de más adelante, y luego con otra y otra más, hasta que se conformó un batallón poderoso y dispuesto a acabar de una vez por todas con los indios indeseados.
En esta incursión murieron muchos Yukos, sin excepción de sexo o edad; se salvó un pequeño, al cual llamaban “pichón de indio”; lo bajaron al caserío amarrado a una mula como una carga y considerándolo un trofeo. Para algunos curiosos, este ser se trataba de un pichón de danta, un mamífero muy común en la montaña.
Prosiguieron muchas otras incursiones militares del hombre invasor, durante un periodo de tiempo muy corto, pero que fue suficiente para diezmar a los guerreros Yukos, que cada vez eran menos y que cada vez les iban cercando el territorio para cazar, recoger frutos y, sobre todo, les arrebataron su deber principal de cuidar la montaña. Poco a poco los Yukos se fueron desapareciendo de la serranía del Perijá y con ellos se desaparecían sus tradiciones, su lengua, su cultura, su mitología, su labor de cuidadores de la montaña. Sus caminos fueron ocupados por los hombres invasores.
Hoy en día muy pocos tenemos la fortuna de escuchar los cuentos que cuentan nuestros abuelos que vivieron la lucha de los defensores y la destrucción de los invasores, guerra que pocos cuentan. De los indios solo quedan pequeños vestigios materializados en senderos empedrados, vasijas de barro, tumbas… que se abrazan a en este pedazo de tierra como negándose a la posibilidad de que desaparezca un grupo no tan numeroso de seres humanos que habitaron los pueblos en los cuales hoy vivimos felices. ¡La memoria ancestral viven en eso seres humanos de una cultura diferente a la nuestra y que el tiempo y el olvido quiere borrar de los anales de la historia!
Rafael Pérez Gómez
4 Comentarios
Interesante conocer nuestra historia que deja entrever que la guerra en Colombia es inmimente a lo largo de toda la historia, pero a su vez hay pequeños rayos de luz de paz de unos pocos. Que aunque no sean muy notorios, están y estarán latentes siempre como la esperanza que algunos guardamos en lo más profundo de nuestro corazón de que algún día todos seamos iguales, valgamos lo mismo y tengamos el mismo compromiso por cuidarnos unos los unos a otros.
Como joven escritor dejas ver la sensibilidad de tu alma en cada uno de tus textos. Tu pluma es poderosa y exquisita. Es una exhortación constante a volver la mirada a la historia, "hay que conocer la historia para entender el presente" Gracias por mostrarnos con simbólicas imágenes esos pasajes de nuestra historia, que todos debemos conocer. "La memoria ancestral viven en eso seres humanos de una cultura diferente a la nuestra y que el tiempo y el olvido quiere borrar de los anales de la historia"
Cada escrito hace remembranza de lo que nuestros antecesores pasaron y vivieron en cada situación y que de ellos queda una herida, pero al igual se puede vivir de enseñanzas
Excelente relato!, nostalgia por aquellos seres que amaban y vivían en paz y armonía con su entorno, aunque esto ocurrió hace muchos años, estoy segura que en este tiempo la avaricia de algunos, pasa por encima del amor y respeto que se debe tener por la Naturaleza.
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