Turismo
Aracataca: una travesía por el pueblo del realismo mágico
Me han contado que Aracataca es el pueblo donde la realidad se mezcla con lo fantástico, y quise comprobarlo. Era 13 de septiembre de 2024. Me había acostumbrado al clima frío del bus. Cuando puse un pie en la plaza de San José, en pleno centro de Aracataca, sentí el calor abrasador. Es una plaza común colombiana, con su iglesia imponente, una estatua de Simón Bolívar en el centro y los árboles que no dejan que el clima sea más fuerte. Hay también una estatua de García Márquez sentado frente a una máquina de escribir que, según algunos habitantes, es creación de uno de los entes gubernamentales.
Caminé por el espacio durante un rato. Era un lugar completamente nuevo para mí. Quería descubrir sus secretos, ver y escuchar todo lo que tenía para ofrecerme. A unos metros de la figura del icónico Gabo, había un personaje de Cien Años de Soledad. Se me hizo sorprendente ver al famoso niño con cola de puerco, siendo comido por las hormigas, aunque no literalmente. Fue más sorprendente enterarme de que el dueño de una cafetería que se encuentra cerca de la figura tuvo la idea de recrearla y, con sus propios recursos, contrató a un artista importante de la región para que la realizara. Una experiencia impactante para los visitantes.
Para el calor había boli, ofrecido por vendedores ambulantes. Mientras recorría las calles pude visualizar a estos personajes varias veces y, de cierta forma, su discurso me pareció cautivador: “si tiene calor, coma boli”. Me convencieron. Le compré boli a uno que iba por ahí y, en efecto, fue una experiencia refrescante.
Yo no tenía muchas expectativas de lo que me iba a encontrar en Aracataca. En internet no aparecen muchas experiencias sobre el lugar y lo que tiene por ofrecer. Mi primer error fue asumir que era un pueblito sin más, que carecía de encanto y que era un sitio promedio del Caribe colombiano. Pero me estaba sorprendiendo con todo lo que a mi paso encontraba.
Hacía un calor infernal. Aun así, emprendí camino rumbo a la Casa del Telegrafista. Es una especie de museo y está detrás de la Iglesia San José de Aracataca. Me recibió una fachada pintada de blanco, con unas puertas rojas de madera. Se encontraban policías de turismo en las afueras y un trabajador del lugar me dio la bienvenida:
—Buen día, siga adelante —dijo el señor.
—Gracias —le contesté.
Dentro del lugar continuaba la pintura blanca del exterior. El aire acondicionado, como mandado por los ángeles, se sentía en su máximo esplendor. Había muchas cosas que ver, todo junto, en ese pequeño espacio. En un lado había retratos de Gabo, algunos de los ejemplares que escribió y una figura de él mismo con una mariposa amarilla reposando en su mano. Al lado contrario se encontraba una sala de espera con sillones blancos, una mesa de centro del mismo color y, en esta, reposaban unas flores amarillas.
Actualmente, la Casa del Telegrafista es manejada por la Caja de Compensación Familiar del Magdalena (Cajamag). Ellos son los responsables de que esta casa sea un atractivo turístico en el municipio. Pude ver en la segunda sala una figura de Úrsula Iguarán, sentada en una mecedora, hecha por una maestra local también llamada Úrsula, pero no Iguarán, la artista se apellida de Navarro. Estaban expuestos en la misma sala unos cachivaches antiguos que se usaban años atrás para hacer telegramas y una línea de máquinas de escribir, desde antiguas hasta la última que salió.
En el patio había una tarima y unos salones. La persona que me recibió contó que se usan para realizar todo tipo de eventos culturales como conciertos, recitales, talleres de pintura, entre otros. Estar en esa casa me hizo conectar con lo antiguo. Se sintió como un pequeño viaje al pasado con expresiones de arte de todo tipo. La visita terminó muy rápido. Tenía que seguir mi recorrido. Me despedí del señor que se comportó tan amable y él me deseó que volviera pronto.
Con el sol en su punto más alto, emprendí el camino a la Casa Museo Gabriel García Márquez. Mientras avanzaba por las calles escuchaba la música de algunos lugares y los pitidos de los motocarros, que son un medio de transporte común en el municipio. De los diversos sitios de comida emanaban olores exquisitos y en una esquina había una señalización color azul con los lugares emblemáticos de Aracataca en letras hechas a mano.
En la entrada de la Casa Museo estaba recibiendo a los turistas un actor que hacía un performance del coronel Buendía, en clara alusión al personaje de Cien Años de Soledad. Estaba vestido con un traje militar color gris y pantalón beige. En las hombreras tenía unas estrellas doradas y en su mano sostenía una bandera de Colombia con unas letras grabadas que le daban la bienvenida a los turistas.
La casa museo está a cargo de la Universidad del Magdalena. La arquitectura que veía ante mis ojos era de madera y techo de zinc a dos aguas. En ella se narra la historia de la niñez de Gabo y otros hechos históricos.
Las habitaciones por sí solas reflejaban historias de Vivir para contarla, libro del emblemático escritor de realismo mágico. En una de las habitaciones había un escritorio viejo, un ventilador oxidado, en un tono verdoso, unas mecedoras de madera y unas maletas viejas en el suelo. Las habitaciones estaban conectadas por un pasillo exterior. En el centro de la casa se encontraba el comedor de seis puestos con sillas de madera, un mantel en dos tonos, la vajilla y sobre la mesa un candelabro. En las paredes reposaban cuadros y narrativas de la época, y en una esquina colgaban unos guineos.
La casa estaba llena de antigüedades. Me sentí en esa época, me teletransporté a esos momentos de la historia con las narraciones que cubrían sus paredes y se sentía un olor a viejo o guardado que me pareció muy agradable. El patio era enorme. Había plantas por todas partes y la ceiba colosal frente a mis ojos llamó mi atención porque brindaba gran sombra. Los locales fueron muy agradables. Fuera de la casa museo vendían souvenirs de todo tipo. En frente podías comprar bebidas o cualquier postre que se encontrase en la vitrina de Tata. Su torta de chocolate fue un deleite para mi paladar.
Creía que no me podía ir de Aracataca sin movilizarme en motocarro para llegar a un destino que me emocionaba mucho ver. Paré en una esquina a uno de estos señores que ofrece servicio de transporte y emprendimos nuestro camino a la estación del tren. En el trayecto me contó que era oriundo de un lugar cercano, pero que había sido bien recibido por los habitantes locales. Fue muy amable y no intentó darme por la cabeza como en otros lugares turísticos del país.
La estación del tren era un espacio pequeño. Algunos cataqueros que por ahí estaban me contaron que la estación participa de un proyecto que le permitirá ser rehabilitada. En estos momentos está pintada en un tono amarillo con ventanas verdes. Al lado de la construcción estaba la línea férrea y por mala suerte no pude ver pasar el tren.
Almorcé en un lugar tradicional. Me sirvieron un corrientazo que llevaba arroz, ensalada, carne mechada, patacones y lentejas. Fue una experiencia placentera. Las personas del lugar, apenas supieron que era estudiante, me hicieron un descuento en el valor del almuerzo. Tenían todo tipo de comidas, para todos los gustos y placeres.
Después de todo el andar del día, el hablar con personas, el fotografiar lugares, el calor y el buen recibimiento que sentí, entendí por qué le llaman “el pueblo del realismo mágico”. Toda la experiencia en el municipio fue agradable, quizás como lo cuento no es tan sorprendente, pero yendo a conocer tiende a ser impactante. Regresé al helado bus con el pecho hinchado de felicidad por haber estado en un lugar donde el calor al final del día fue insignificante.
Sahiam Novoa
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