Turismo
Talaigua, el pueblo de mis entrañas
Cada vez que tengo la oportunidad de viajar a Talaigua y permanecer allí algunos días, es inmensa la felicidad que me abruma y desbordante el placer que me invade, mientras recalo en esa población. Esto me sucede, generalmente, los fines de año o en cualquier otra ocasión espontánea, en que decida realizar una visita. En el momento de hacerlo, me arroba una tremenda emoción, que por momentos me hace olvidar a Sincelejo, la salubérrima ciudad sabanera donde he vivido la mayor parte de mi vida.
Apenas pongo un pie en la carretera troncal con destino a Magangué, mi memoria se traslada a mi pueblo querido, y lentamente comienza a fluir el espejo retrovisor de la imaginación reproductora, para evocar los infinitos episodios que con mis padres, ya, lamentablemente, fallecidos, mis hermanos, mis amistades y los traviesos amigos de la infancia, viví en el refugio de mi hogar, y protagonicé con toda confianza y familiaridad en el ambiente sano y acogedor que brindan, con muchísima amabilidad, todos los habitantes de esa población.
Me basta apearme del vehículo y pisar la tierra de mi pueblo, frente a la casa de mi hermana Samira, para experimentar una sensación agradable y un deleite espiritual, similar al que percibo cuando estoy leyendo un libro que me cautiva o, también, cuando estoy escribiendo un texto que me ilumina la imaginación. Saludar a mi hermana, a mis sobrinas, a los vecinos cercanos y a las visitas ocasionales que encuentro en la casa, es para mí un aire de satisfacción irresistible, que sólo alcanzo a superar cuando llego al patio de mi casa ancestral, el cual colinda con la residencia de mi hermana. Meterme y mecerme en una de las hamacas que son eternas en el corredor y saborear dos o tres tintos en el transcurso de la tarde, mientras converso con las amistades que se acercan a saludarme, y charlo con Samira detalles familiares y sobre los últimos acontecimientos del pueblo, es la agenda inviolable que cumplo sagradamente cuando la divina providencia, como decía mi papá, me brinda la oportunidad de llegar a la tierra que vio nacer.
“Vamos a sentarnos en la puerta”, me dice Samira, apenas despunta la hora de los mosquitos, los cuales se alborotan con la llegada de la penumbra. “Espérame allá, voy a bañarme y ya salgo”, le respondo. Y así lo hago: me baño a las volandas y salgo en contados minutos. Ella, como de costumbre, carga un trapo para sacudirse, y yo, con una naturalidad inquebrantable, charlo normalmente, saludo a los viandantes y no siento, ni por curiosidad, ninguna picadura. Jamás he podido comprender, ni nadie me ha dado la razón, por qué siempre he sido invulnerable para los desesperantes zancudos. Mientras tanto, veo a los vecinos y a todos los que pasan y se detienen a expresarme el saludo de llegada, afanados por espantar la plaga acosadora. Recuerdo que Dona, mi madre, y muchas señoras de su época tenían la costumbre de encender fogatas, con palmas y hojas secas, en el patio o en las calles, para lograr ahuyentarlos. Otras personas, intentaban desterrarlos, machacando hojas de matarratón y sobárselas en los brazos.
A propósito de esta molestosa plaga, me asalta la memoria una anécdota que sucedió hace casi cuarenta años. Mi hermano Amaranto, quien reside en Venezuela, desde hace varias décadas, se presentó a Talaigua con dos chilpayates a pasar las fiestas de fin de año. Un día cualquiera se fue la luz, justo en la hora de la mosquitera. Chicho, el más pequeño, lloraba desesperado por las picaduras, y le decía: “Papi, papi, me están picando los mosquitos”. “Cálmate, que ahora que venga la luz, se van”, le dijo mi hermano para tranquilizarlo. Al poco rato llegó la luz, y los zancudos siguieron fastidiando, pues aún no había pasado la hora de la mosquitera. Chicho, intrigado, le preguntó: “Papi, papi, ¿ya vino la luz?”. Mi hermano, sin pensarlo, le respondió: “Nojoda, chico, no la estás viendo”. El niño, haciendo uso de la lógica aristotélica le respondió: “¿Y por qué no se han ido los mosquitos?”. Mi hermano, desarmado con la respuesta infantil, no tuvo más remedio que cargarlo, sobarle los brazos y las piernas y salir a pasearlo.
Apostarme nuevamente en la casa para identificarme con los recuerdos, como si no hubieran transcurrido varios meses de ausencia, salir a la albarrada y apreciar los reflejos solares y el rumor de la corriente del río Magdalena, cuyas aguas tranquilas, algunas veces, y rebeldes, en otras, vieron descender la flotilla de champanes que transportaron al libertador Simón Bolívar en su último viaje fluvial hacia su destino final, en mayo de 1830, y sentarme en la puerta bajo la sombra de los árboles que protegen la fachada, para percibir la ternura de la brisa que desciende con el río, observar las iguanas, quietas y veloces, que trepan por las marañas de las ceibas ribereñas y oír las más antiguas canciones de Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes Díaz y Beto Zabaleta, que, a cincuenta metros de distancia, escuchan repetidamente una pila de borrachitos, jugadores de barajas, en una cantinucha de ñequeros, es, también, otro de los eternos compromisos que me asisten en mis visitas ocasionales al pueblo de mis imborrables amores juveniles.
Soy inmensamente feliz, porque al tiempo que charlo con “La pilty”, como suelo decirle a Samira, desde los años de la infancia, o platico con Haydee, mi otra hermana y comadre, quien llega a visitarme, me voy topando con los episodios más significativos del presente y con los recuerdos más recónditos que, como hermanos, atesoramos en nuestros corazones. Y, a veces, en algunos ratos de soledad, me traslado a los años de la infancia, entonces veo a Dona, barriendo la sala, llena de recortes de telas, o pedaleando en su máquina de coser. Veo a mi papá, leyendo El Tiempo, o la Revista Visión, en un asiento recostado a un estante de la cocina. Otras veces, lo imagino llegando de la Escuela Pública, donde era el director, con un pañuelo adosado en el cuello para prevenir la suciedad del sudor. Enfoco el patio y veo el palo de clemón con la escalerilla de guadua para que las gallinas subieran a dormir. Retrato el palo de piñón, cuyas hojas palmeadas servían para tapar las viudas y cocinar los pasteles de la nochebuena y del año nuevo.
Visitar algunas amistades especiales, es otro de los eternos compromisos que suelo cumplir durante los pocos días que dura mi permanencia en Talaigua. Estas visitas las vengo realizando desde que estudiaba en Tunja y regresaba de vacaciones. Muchos de los personajes mayores han fallecido, pero aún permanecen en sus casas algunos familiares que me conocen y me siguen profesando el mismo aprecio de sus antepasados. “Para dónde vas?” o “Vas a salir?”, me pregunta Samira, cuando me ve acicalado y presto para abandonar la casa. “Voy para donde la niña Chon”, le respondo. Aunque, la señora Encarnación Castro de Mancera, llamada cariñosamente la niña Chon, murió en 1982, y fue dueña del Almacén Nelly, el más grande de Talaigua, allí permanecen sus hijas: Bienvenida, Hilda, Elisa y Josefina, rodeadas de muchos sobrinos, hijos de sus hermanos César y Gonzalo, ambos fallecidos, cumpliendo religiosamente con el postulado que les legó la niña Chon: atención, respeto y amabilidad con todos los visitantes.
“Eddie, hace ya varios años que no me mandas tarjetas de navidad”, me dijo doña María Fuentes, tras escuchar mi saludo, apenas me paré frente a la mecedora donde estaba sentada. “Nada, Mary, ya no venden tarjetas de navidad, ya se acabó esa costumbre, ahora todo es virtual”, le respondí. Ésta es otra de las visitas infaltables, que estilo realizar en el barrio arriba de la Calle Real del Medio, cada vez que asomo las narices a mi pueblo. Generalmente, charlo con Mary, como suelo decirle, y con Bleidis, su hija menor, quien reside en Cartagena y se encuentra de vacaciones. Antes, también charlaba con Betty, su hija mayor, quien vivía en Mompós y falleció recientemente. Al rato paso a la casa vecina, donde viven los Mancera Barros y Mancera Quiroz, dos familias hermanas que engruesan la lista de mis amistades entrañables. Me deleito charlando Cenia, a quien le decimos Cheno, y con su apreciado esposo, el doctor Absalón Agressoth. También, aparecen Mincho, Cirito, Juancho, Naudis, Noris, Iche y muchos familiares más.
Las visitas, generalmente, las hago por las noches y, otras veces, entre 9 y 11 de la mañana, antes de que despunten con toda plenitud la inclemencia de los rayos solares. Llegar a la calle atrás, hoy llamada Calle de las Flores, donde estuvo ubicada por muchos años la residencia de don Tulio Castro Soracá (q.e.p.d.) y doña Adelina Rodríguez Navarro, quien reside en su finca “Los Estados”, padres de una extensa generación de educadores, la mayoría residentes en Sincelejo, me invade de muchísima nostalgia. Sobre todo, porque recuerdo los distintos bailes decembrinos que realizamos en ese sector. Visitar a don Pedro Bravo Soracá y doña Sixta Castro Lambraño, padres de Alcira, mi gran amiga, profesora en Sincelejo hace muchos años, de Roberto, quien vive en Barranquilla, de don Albert y de Nando, asentados en Talaigua, me colma de inmensa satisfacción. En especial, hablar sobre temas generales y variados con don Pedro, quien frisa 96 años y, con toda tranquilidad, se enorgullece de su impresionante lucidez mental.
Atravesar la calle, para llegar también, si veo la oportunidad, a la casa de don Juan Matute Arce, recordado líder cívico, y doña Erlinda Lobo Turizzo, ambos fallecidos, padres de Ramiro, Arnold y Fernel, el mayor, (q.e.p.d.), protagonista de la novela “El millero encantado”, autoría de mi hermano Jocé, para charlar con Alcira, la hija menor, quien habita entre Talaigua y Cartagena, y en su tiempo fue, y sigue siendo, una de la mujeres más hermosas de mi pueblo, me reconforta sensiblemente y me pasea por los recuerdos más gratos de mi juventud. Asimismo, visitar la casa vecina, propiedad de don Pedro Felizzola Montesino y doña Rafaela Bravo de León, quienes fueron mis grandes protectores y hoy moran en la vida celestial, me acongoja los recuerdos, al ver el estado de abandono en que la mantienen algunos de los herederos que la residen. Siempre admiré a Rafa, como yo le decía a la matrona, por el celo con que la mantenía: la pulcritud de los muebles y enseres, y el cuidado de las plantas con que ornamentaba el patio.
Subir por la misma calle, hasta el barrio arriba, y llegar a la casa de la familia Carpio Montesino, es para mí otro compromiso ineludible, cuando me refugio en mi pueblo querido, para darle una tregua a la zozobra citadina. Allí está doña Ninfa, acompañada de los recuerdos de su larga unión con don Gabriel (q.e.p.d.), quienes fueron los padres de una magnífica descendencia de hombres y mujeres: Chaga y Gabrielito, Ever y Odilma, Toño y Estelita, y Libardo y Elba. Luego de saborear un tinto o degustar un vaso de chicha, la bebida permanente de doña Ninfa, me aventuro a pasar por la antigua casa de don Julio Gutiérrez Camelo (q.e.p.d.), la cual fue, hace muchos años, una de las viviendas más acogedoras de Talaigua, sobre todo, por los amplios espacios ventilados, las ventanas de cuerpo entero con rejas barrocas y el patio adoquinado, embellecido con matas de bambú. Hoy, transformada totalmente, y en manos de unos cachacos advenedizos, está convertida en una ferretería confusa, una ventucha de víveres y una vulgar cantina.
Antes, con mucho entusiasmo visitaba el hogar formado por don Roque Herrera Urbina, ya fallecido, y doña Olga Gonzalez de Herrera, quien le sobrevive. Su hija Yesenia, quien fue otra de las mujeres más hermosas de Talaigua, actualmente reside entre Garzón, Huila, y una ciudad española, donde viven sus hijas. Wilson, el otro hijo, hace muchos años se perdió de Talaigua y nadie sabe dónde permanece. Hoy, doña Olga, bastante avanzada y afectada de salud, prácticamente vive sola, y cuando la visito, apenas alcanza a reconocerme y a cursarme un saludo deteriorado. Asimismo, en la Calle de los Pimientos, me asistían dos visitas obligatorias: primero, la de doña Marta Parias Martínez, fallecida, madre de Raúl, mi amigo fraternal, radicado en Tunja, Toño, Ramiro, Chela y Gladys, ausentes de Talaigua. Segundo, la de don José Benito Matute Arce y doña Albertina Turizzo Quevedo, ambos fallecidos. Le sobreviven sus hijos: el doctor Gustavo, médico famoso en Medellín, Nohora y Fernando, residentes en Cartagena, Luzmila, Enrique, Elba, Dago y el doctor Darinel, mi gran amigo, aposentados en Talaigua.
La nota más placentera me la brinda el barrio abajo, que es el barrio de mi infancia y donde aún residen todas las familias que conocen el nacimiento y desarrollo de la casa Daniels García, compuesta por nueve hermanos: Betty, Amaranto y Tom, los mayores, Franco, Haydeé y Jocé Guillermo, los del centro, Asdrúbal, Samira y mi persona, los últimos. De todos ellos, hay siete regados entre Colombia y Venezuela, y sólo Haydeé y Samira permanecen en Talaigua, atadas, como es obvio, al cariño ancestral que les ha impedido abandonar el pueblo. En este sector, grandes amigas, como Dalgy Ospino, Omaira Bravo, Martina Iturriago, Leyda Lobo, Chaga Carpio, Chayo Núñez y demás vecinas, me brindan un rato agradable, cuando suelo visitarlas. Y un poco más al norte, encuentro a mi prima, la doctora Ximena, como suelen llamarla, dueña del Hotel Cristal, quien me ofrece toda su confianza y me atiende de maravillas. En su flamante hotel, disfruta plenamente, alternando el ejercicio de su profesión de abogada con la administración de su empresa.
Con el paso de los días, pude apreciar que casi todas las calles, callejones, algunas calles medianas y ligeras transversales, están sembrados con árboles uniformes en ambas aceras, lo que proyecta una sombra permanente para los moradores de las casas y, por supuesto, para los transeúntes. Esto es posible, gracias a la amplitud de las vías, la cual facilita las arboledas en los dos lados. En realidad, mirar desde cualquier punto, bien en el centro, bien en los extremos, las calles Real del Medio, Las Flores y Los Pimientos, que son las más amplias y extensas, nos producen una sensación placentera, por la belleza que proyectan las hileras de arborización, plantadas simétricamente, con una linealidad impresionante. Un encanto edénico, solo comparable al que percibimos cuando apreciamos las calles y avenidas de Valledupar, de Santa Marta o de cualquier ciudad del Eje cafetero. Por este motivo, cada vez que descanso en mi pueblo, siento un tremendo dolor tener que abandonarlo, razón que me ilumina para afirmar que Talaigua es, en definitiva, el pueblo de mis entrañas.
Eddie José Daniels García
Sobre el autor
Eddie José Dániels García
Reflejos cotidianos
Eddie José Daniels García, Talaigua, Bolívar. Licenciado en Español y Literatura, UPTC, Tunja, Docente del Simón Araújo, Sincelejo y Catedrático, ensayista e Investigador universitario. Cultiva y ejerce pedagogía en la poesía clásica española, la historia de Colombia y regional, la pureza del lenguaje; es columnista, prologuista, conferencista y habitual líder en debates y charlas didácticas sobre la Literatura en la prensa, revistas y encuentros literarios y culturales en toda la Costa del caribe colombiano. Los escritos de Dániels García llaman la atención por la abundancia de hechos y apuntes históricos, políticos y literarios que plantea, sin complejidades innecesarias en su lenguaje claro y didáctico bien reconocido por la crítica estilística costeña, por su esencialidad en la acción y en la descripción de una humanidad y ambiente que destaca la propia vida regional.
7 Comentarios
Excelente la crónica, en el barrido de norte a sur y de este a oeste de la sucursal del cielo, se te escaparon algunas familias muy conocidas cuyos progenitores se encuentran descansando en la vida celestial. Pero en general muy bueno, sobre todo con sabor y esencia talaiguera. Felicitaciones.
Talaigua Nuevo, la Sucursal del Cielo, como bien lo anota el Licenciado Heriberto Felizzola Bravo, bien descrita en esta notable Crónica del Licenciado Eddie José Daniels Garcia, por su excelencia estoy casi convencida que se puede convertir en un excelente e interesante libro-novela.-
Buena descripción de la cotidianidad Talaiguera, desde la óptica de una de sus plumas más ilustres. Enhorabuena.
Excelentísima y bella crónica, me recorrí todo el pueblo y recordar todos esos paso de mi infancia que había olvidado,fueron 45 años de ausencia lejos de mi tierra hermosa Talaigua nuevo, muy lindo profesor Eddie ..bendiciones
Salir de nuestro pueblo querido, en aquella época pretérita de nuestra infancia y juventud, y retornar con lujo de detalle en una "CRONICA MAGISTRAL" , otra vez a esa bella sucursal del cielo, que nos vio nacer, escrita por mí gran amigo y paisano Eddie, parecíamos dichosos de estar juntos con mis amigos, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo, los que empezaron a irse bajo el manto celestial y que hoy saludamos con una plegaria de infinita recordación. Te felicito Eddie, por haber trazado un recorrido que muchos, cuando visitamos a Talaigua, lo hacemos, pero con tu pluma magistral, haz recortado el tiempo para recordar los bellos momentos de nuestra juventud, al lado de nuestro querido Colectivo, que se han quedado para dar testimonio de que ahí está Talagua ,con los brazos abiertos de par en par, para incrustado en cuerpo y alma en el fondo de su corazón. Excelente Crónica.
"El que nace pa policia del cielo le baja el bolillo". Esta frase digna y significativa es la profesión ya de un médico, un ingeniero u otro. Esa gracia celestial la tejes tú en cada uno de tus pasos literarios al visitar muchos hogares de este paraíso que nos vio nacer, crecer y nos recibe con brazos de madre cuando volvemos. Gracias, Eddie José.
"El que nace pa policía del cielo le baja el bolillo". Esta frase digna y significativa es la profesión ya de un médico, un ingeniero u otro. Esa gracia celestial la tejes tú en cada uno de tus pasos literarios al visitar muchos hogares de este paraíso que nos vio nacer, crecer y nos recibe con brazos de madre cuando volvemos. Gracias, Eddie José.
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