Cine
Abraham Lincoln: un cazador de vampiros estrambótico
¿Se imaginan a nuestros presidentes Álvaro Uribe o Juan Manuel Santos cazando vampiros en la selva colombiana con un hacha? ¿O bien usar un tenedor con desesperación para salvarse de una mordida enorme?
La imagen puede parecer absurda, pero les comento que, allá, en Estados Unidos, una película con gran aceptación comercial ha convertido a uno de los presidentes más emblemáticos en un infatigable cazador de vampiros que pelea día y noche en medio de una obscura trama.
Se trata nada más ni nada menos que de Abraham Licoln: el decimosexto presidente de los Estados Unidos quien, ahora, recobra una condición física inmejorable para el placer de los amantes del género vampiresco.
Ya sabemos todos que los vampiros atraen y venden. Sólo basta comprobar el número interminable de películas que han salido últimamente con la serie de Crepúsculo, Underworld, Van Helsing, Blade y muchas otras que no podemos mencionar aquí.
En este caso, la película de “Abraham Lincoln” se basa en la novela de Seth Grahame-Smith. Un escritor que, de una idea totalmente absurda, ha logrado crear un fenómeno mediático sin precedentes.
La historia empieza en la infancia del presidente americano, cuando un vampiro vengativo mata a su madre. Años más tarde, Lincoln empieza a estudiar leyes y, en sus ratos de ocio, a liquidar nosferatus (o viceversa).
Más adelante, Abraham Lincoln llega al poder y estalla la guerra de secesión que, que se librará entre el ejército del Norte y una horda de vampiros. Curiosamente, los objetos cortantes y/o punzantes van a tener un papel esencial en el devenir de la Historia: Lincoln liquida vampiros con un hacha tan infalible como el Magnum 44 de Harry Callahan y, en un momento dado de iluminación, un simple tenedor, inesperado deux ex machina, le inspira la solución para acabar con la plaga de los colmillos largos.
Este delirio cinematográfico viene materializado por Timur Bekmambetov con su habitual grandilocuencia: mucha pirotecnia visual, acción a raudales y escenas potentes, como la de la estampida de caballos o el clímax del tren.
No es un trabajo desdeñable. Se nota la búsqueda de originalidad y el afán de generar una tensión, pero tiene un problema: la ausencia de imágenes memorables. O de belleza, la belleza que ostentaba El maquinista de la General.
Como entretenimiento epidérmico, el filme tiene su razón de ser. No se esperen a nada del otro mundo. Es una película con muy poca profundidad, donde los diálogos no parecen tener mucha importancia frente al retumbo y el impacto de las imágenes.
Es una obra esencialmente visual que sabe recurrir a las 3D dimensiones pero que no trasciende en el alma. Personalmente, salí de la sala como si hubiese visto un programa cualquiera. No creo que nadie siga hablando mucho de esta película sino como una simple curiosidad. El atrevimiento de un director, pero con poco contenido.
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