Literatura

Historias de borrachos violentos

Carlos César Silva

04/09/2012 - 11:20

 

Fue durante unas vacaciones de Navidad, enLa Puerta, una discoteca del Centro Histórico de Santa Marta, desde la que se puede -aunque solamente tiene un piso- tocar el firmamento.

El reloj señalaba las dos de la madrugada. Yo estaba bastante embriagado de tequilaJosé Cuervo, mis piernas empezaban a sacudirse, y mi concepto sobre la belleza a atrofiarse: todo lo veía bonito.

Iba entrando con un primo que estaba igual de entonado que yo. Teníamos varias horas de andar de casería por toda la ciudad, y a nada le habíamos pegado.

Mientras seguíamos hacia la barra, no pude evitar distraerme con una hermosa rubia que, acariciándose las piernas y los senos, bailaba sobre una mesa al ritmo de Rat Inmi Kitchen de UB-40.

Empecé a mirarla con tanta devoción que, cuando me adelanté bastante, volteé la cabeza sin detenerme para no perderla de vista y, ¡Pran! ¡Pran!, choqué con otra rubia más hermosa (sus senos eran más puntosos y su nariz más refinada), y derramé sobre su cuerpo la cerveza que traía en una de sus manos.

Ella quedó en silencio. Asumió el hecho con tranquilidad, pero yo sentí vergüenza y quise reivindicarme.

Saqué mi pañuelo y me dispuse a secarle sus suaves brazos mojados de Pilsen. Entonces, apareció su novio (un negro corpulento como los de Quibdó) con la camisa desabotonada y un tanto despeinado, y de un fuerte empujón me mandó al suelo.

-Qué te pasa, marica -me gritó- por qué estas tocando a mi hembra.

Soy muy malo para las trompadas, con lo único que consigo defenderme es con los argumentos, y a veces -lo admito- también me fallan.

Hasta ese momento sólo había peleado una vez en mi vida. Fue en una fiesta de quince años con un muchacho que, además de chaparrito, era cuatro años menor que yo, lo que me condujo a pensar que con mis escasas cualidades de furibundo “Pambelé”, podía noquearlo fácilmente.

Sin embargo, pasó todo lo contrario, “Pambelé” resultó siendo él, pues ágilmente esquivó mis golpes y con un gancho izquierdo me rompió la boca (la causa del problema fue que yo lo acusé de haberse robado una botella de Old Parr de mi mesa. Pero al día siguiente, sobrio y con los labios hinchados, logré recordar que yo me la había tomado solo, como él decía).

Ahora, el novio de la rubia se había convertido en un leopardo africano con deseos monstruosos de devorarme a trompadas (los leopardos únicamente cazan por las noches y sus presas favoritas son los monos).

El peligro -sin dudas- estaba al frente mío, pero cuando uno está borracho no lo siente. Allí, tirado en el piso, me lucia humillado como aquel cobarde que se resigna a lamer los pies del más poderoso.

Y claro, claro, pensaba en la rubia, no quería pasar otra vergüenza delante de ella, no quería que se diera cuenta que soy un imbécil incapaz de irme a las trompadas con otro borracho para salvar mi hombría.

Así que en vez de solucionar de manera civilizada el asunto, a través del dialogo o largándome en silencio, sin darle trascendencia al empujón, el cual fue producto de un malentendido, preferí sacar del fondo de mi alma todas mis fuerzas y alzarme en defensa de mi honor.

-Aja, negro malparido -le grité- vas a tirártela de muy machito conmigo.

Con este grito terminó aquella noche para mí. Ése es mi último recuerdo.

Al amanecer, me encontré con un dolor de cabeza infernal y con un ojo morado.

De inmediato llamé a mi primo, que estaba en la habitación contigua, y le pedí el favor que me contara lo que había ocurrido. Primero me rogó que no me fuera a sulfurar como la noche anterior y luego me explicó lo siguiente:

-Primo, yo estaba vomitando en el baño, y cuando salí lo hallé insultando a un negro grandote. Usted le gritó que era un malparido y otras cosas… y el negro intentó lanzarle una patada pero una rubia gordita lo impidió… al parecer usted se asustó bastante porque enseguida se desmayó…

-¿Dices que la rubia era gordita?- lo interrumpí.

-Sí, primo, era gordita como una pintura de Botero, tenía la nariz explayada   y la frente llena de espinillas… Pero lo peor vino después. Yo lo subí a un taxi para transportarlo hasta una Clínica, y a mitad de camino usted reaccionó y comenzó a ponerse pesado. Le jalaba las orejas y los cabellos al taxista. Casi que nos hacía estrellar. Entonces, me tocó darle una trompada para tranquilizarlo y traerlo a casa. Perdóneme, creo que me pasé –me dijo mirándome el ojo.

-Despreocúpese, primo -le contesté estupefacto- en realidad me lo merecía. Son vainas de tragos que uno debe saber manejar, pero que por borracho pernicioso se le salen a uno de las manos…

Carlos César Silva

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