Literatura

Los afectos del horror, el cuento de Carlos César Silva

Redacción

15/11/2021 - 05:15

 

Los afectos del horror, el cuento de Carlos César Silva

 

El escritor y abogado Carlos César Silva publica en diciembre del 2021 su libro “La Cacería de los perturbados”, un conjunto de cuentos que retratan el goce de los salvajes, los amores débiles, la osadía de los desdichados y el miedo que se pudre en las gargantas. Aquí uno de los relatos.

Al amanecer encontré a Lina desnuda en la sala. Estaba de pie, su vello púbico y sus senos apenas florecían. La circundaban todos los cuchillos de esa casa endemoniada y los cantos de Chavela Vargas que sonaban a bajo volumen. Tenía las piernas cruzadas, los brazos abiertos y los ojos clavados en el cielo raso. Parecía que soñaba con su propia muerte o que quería entregarse al olvido para salvaguardar su inocencia.

—¡Papá! —grité con desespero, pero Lina siguió quieta, en silencio.

Unos segundos después mi papá apareció en la sala. Agitado, miró a Lina. Vi en él preocupación, pero no sorpresa. Imaginé que había presenciado situaciones más alarmantes en sus operativos policiales y que prefería conservar la calma para no mortificar a su hija. Luego, llegó mi abuela con La Biblia debajo del brazo derecho y la boca atiborrada de oraciones inoportunas. Desde la muerte de mi mamá ese espacio de la casa no lucía tan aterrador.

—Estos son los efectos del desarrollo —manifestó mi papá.

 —Dios tiene rabia con nosotros —susurró mi abuela.

—Mamá, deja de hablar tanta locura —reprochó el hombre de la casa—. Apaga el equipo de sonido y lleva a la niña a su cuarto.

A la tarde siguiente de la crucifixión simbólica de Lina, mi papá llegó a la casa con un litro de helado de mora y unas galletas de bocadillo. Quería sacarle una sonrisa a su hija, pero ella rechazó los obsequios con un silencio oscuro y una mirada lejana. Así que aproveché el desplante, cogí los regalos con disimulo y me los comí en mi cuarto. A medianoche, cuando estaba soñando que mi papá había sido designado como nuevo rector del colegio, me despertó un grito espeluznante de Lina. Estremecido, salí de la habitación, sentí el canto desgarrador de Chavela Vargas y caminé hasta la sala. Encontré a mi papá pasmado como una piedra y me ubiqué al lado suyo, en silencio. Luego llegó mi abuela santiguándose sin frenar. Lina estaba sentada en el suelo con las piernas recogidas y entrelazadas. Tenía entre las manos una tijera para tela y movía lentamente hacia los lados la parte superior de su cuerpo. A su alrededor moría su cabello negro, se lo había cortado con impiedad y violencia, dejando morros, sombras y caminos truncados por toda su cabeza.

Lina, Lina —mi hermana repetía con suavidad su nombre, que era el mismo de nuestra mamá, mientras lloraba con rabia.

—A mi niña está costándole mucho convertirse en una mujer —dijo mi papá.

—Hay que bañarla con agua bendita —respondió mi abuela.

A pesar de su angustia, Lina conservaba la jugosidad y el destello de sus labios. Ella era idéntica a la otra Lina que había muerto de un infarto hacía menos de un año: ojos miel, nariz respingada, mentón alargado. Ambas tenían un aura de soledad y misterio que degeneraba la mente de los demás. Quizá, conmovido por esta semejanza, mi papá apagó el equipo de sonido, se aproximó a su hija, la abrazó y la cargó como a una novia recién casada.

—Vamos a dormir —sentenció y luego se dirigió al cuarto de mi hermana.

A la mañana siguiente la familia se reunió a desayunar. Parecía que a medianoche no había sucedido nada. Cuando el jefe de la casa terminó de comer, los demás nos levantamos de la mesa. Lina se fue a su cuarto, mi abuela y mi papá se dirigieron a la cocina y yo salí al patio a jugar con mi perro. Al cabo de unos minutos, cuando caminaba hacia el comedor, alcancé a oír que mi papá y mi abuela discutían en la sala. Así que me acomodé de manera sigilosa en el pasillo contiguo para escuchar bien.

Tienes que parar esto, tú eres un teniente de la policía dijo mi abuela.

No te preocupes mamá, la niña tarde o temprano se va a tranquilizar.

Esto mató a tu mujer.

Lina murió de aburrimiento por andar oyendo esas canciones de Chavela.

Definitivamente, tienes que buscar la ayuda de Dios.

Ese día Valledupar estaba enloquecida porque salía el ultimo CD de Diomedes Díaz. Había caravanas, fuegos artificiales, whisky y música por todas partes. Como en la policía le habían dado unos días de descanso por su trabajo loable, mi papá salió desde la mañana a celebrar el disco de Diomedes, que era su ídolo. Mi abuela aseó la casa, hizo el almuerzo y a las cinco y treinta de la tarde salió para la iglesia.

—Lina, tu papá está demorándose mucho —dijo con enojo antes de cerrar la puerta. Me voy, ahí te dejo la cena servida.

Después de que se fue mi abuela, me encerré en el cuarto y me puse a jugar en la PlayStation. Cuando estaba anocheciendo salí y caminé hasta la sala. Ahí me volví a topar con la voz de Chavela Vargas. Abrumado, noté que Lina había pintorreteado las paredes de ese espacio de la casa. Aunque dibujó unos mamarrachos con marcadores de color verde y rojo, alcancé a reconocer su dolor. Vi a mi mamá sonriendo ante un ataúd, a mi abuela arrodillada en la glorieta de Los Músicos, mirando hacia el cielo con los brazos abiertos, a Lina corriendo desnuda por la plaza Alfonso López y a mi papá llorando frente a un pelotón de fusilamiento de la policía.

Apagué el equipo de sonido y corrí a buscar a Lina, pero no la encontré en ninguna parte de la casa. Enseguida comprendí que no había resistido más, que se había ido para siempre. Invadido por la nostalgia y la zozobra, regresé a su cuarto, me acosté en su cama y me arropé de pies a cabeza. Con los ojos húmedos de sufrimiento, recordé el miedo de mi mamá, la hipocresía de mi abuela, la insolencia de mi papá y los senos dulces de Lina.

Al cabo de unos minutos sentí que alguien entró al cuarto y cerró la puerta con seguro. Alcancé a pensar que era mi hermana, pero un fuerte olor a whisky rompió mi ilusión. Me quedé estático, callado, casi sin respirar. Aunque debajo de la sábana reinaba la oscuridad, el miedo me condujo a cerrar los ojos. Mi papá se sentó en el borde de la cama, soltó un eructo y dejó a un lado sus apariencias de policía honorable. Abrió la cremallera de su jean, me sobó el muslo derecho con una ternura perversa y susurró con regocijo el nombre de esas dos mujeres que también eran mi martirio: “Lina”. Entonces confirmé que aquel hombre era mi espejo.

 

Carlos César Silva    

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