Ocio y sociedad
Un costeño en Bogotá (Parte I)

Acostado casi sobre el frío suelo pelao, y solamente separado de éste por un colchón inflable sin aire, y una lanosa sabana, observaba sin prestar la menor atención, y casi al borde de la ceguera, una pantalla electrónica que, poco a poco, hacía que mis ojos adoptaran una forma rectangular. Leía un artículo sobre mi tema de investigación, y para mi pesar, el texto parecía perder todo sentido en la medida en la que avanzaba. Para complicar mi tarea, después de estar sentado durante horas, ya no sabía distinguir entre culo y suelo, por lo que me dolían las nalgas. A punto de tirar la toalla, la frase “lo que fue, fue”, me resultaba cada vez más convincente.
En general, las comodidades no eran precisamente el fuerte del apartamento. Los colchones se habían extinguido luego de surcar el cielo para irme a vivir a la gris Bogotá. Las sillas, sillones y mesas, abandonaron mi vida y me dejaron, en reemplazo, dos canastas: una para la ropa sucia y otra para la basura. La primera, por altura, servía de mesa, y la segunda, más pequeña, cumplía las funciones de un incómodo pero práctico asiento. Una vez descubierto el factor multipropósito de estos canastos pude trabajar intercaladamente entre mi cama-suelo y mi improvisado "escritorio". A pesar de mi espacio multifuncional, mi espalda frustraba mis intentos de trabajo eficiente, por lo que mi habitación pasa de un lugar de descanso a convertirse en un entretenido espectáculo circense debido a mis posturas acrobáticas cada 15 minutos que buscaban aliviar el dolor.
Junto a mí se encontraba mi perro, descansaba en un plácido sueño que no parecía ser perturbado ni por la luz, ni por mi tecleo, ni por mis movimientos interminables y mucho menos por el Pódcast de fondo narrado por Alejandro Gaviria y Ricardo Silva. Por momentos envidiaba aquella paz y tranquilidad que emanaba, esa calma que solo te da la certeza, aun siendo perro, de que no debes preocuparte por nada. Sin embargo, más que envidia por la calma que te da la ausencia de responsabilidades, sentía celos de su habilidad para dormir plácidamente tan cerca del suelo. Yo aún no me acostumbraba.
La noche parecía ir demasiado lenta, y entre los cambios de posición para dar descanso a mi espalda, mis nalgas desaparecidas y mis ojos hormigueantes, se sumaban la preocupación de no descansar lo suficiente: era la 1:30 am y tenía que despertar a las 5:20 am. Muchos dicen que te acostumbras a madrugar: esos muchos mienten. Pero más trágico que estudiar incómodamente, trasnochar y luego madrugar, era tener que sentarse a recibir clases durante ocho horas. Me apasionaba lo que estaba aprendiendo, me regocijaba el ejercicio académico de conversar con mis compañeros y me complacía sentir que invertía mi tiempo y esfuerzo en algo de valor.
Odiaba en ocasiones esos primeros segundos al abrir los ojos para levantarme cada mañana, quien diga que despierta siempre feliz para cumplir sus obligaciones, aunque ame lo que haga, es igual de mentiroso que el feliz madrugador. Trasnochar, madrugar y dar clases por ocho horas ya era una travesía por sí sola, pero la cereza del pastel perfecto para un potencial día de mierda era que tenía que afrontar esas horas de clase con solo el almuerzo del día anterior en el estómago.
Sin desayuno, sin dinero para el almuerzo y con solo $3.000 en mi tarjeta del SITP que iba a usar para dirigirme a la U en la mañana: tenía tiquete de ida, pero no de retorno.
Diego A. Torres Soto
Sobre el autor

Diego Torres
El cronista de Loperena
Diego Torres, abogado, activista político y líder joven nacido en la musical tierra de Valledupar. Escritor y poeta, amante del estudio del folclor vallenato. En "El cronista de Loperena" pretendo hacer reflexiones acerca de la cultura vallenata, algo de política, anotaciones con tinte poético y narrativas que nos hunden en el acontecer caribeño.
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