Opinión
Internándonos en la selva
A mis ocho años de edad, la curiosidad burbujeaba día y noche, a todas horas, como fruto de los cuentos de mi mamá, los apuntes de mi padre y la narración pausada, misteriosa e intrigante, de quienes dibujaban con palabras y gestos el marco fantasmagórico de la selva, la manigua, cercana a Valledupar, donde según lo que contaban había tigres, manaos, marimondas, pumas, y pare de contar. Estamos rodeados de selva, repetía Guillermo Quiroz, el devoto mayor y ‘compadre’ del Eccehomo.
Fascinaba el relato de Mandador, hijo de Compae’ Chipuco, mejor destapador de pozas sépticas y consumidor habitual de ron caña y maricachafa. Cada vez que voy, afirmaba sin recato, el primero que me sale es el tigre bayo, ése se viene desde Chimora, allá en Codazzi, porque le encantan los terneros vallenatos, devora un par, asusta un rato, echa su siestecita y a las cinco de la tarde ya está otra vez en el manantial de Chimora. La más brava está aquí, después de Ifa, porque la brisa fresca del Cesar, atrae manadas de animales salvajes, eso no es para todo el mundo, completaba su decir.
Como todas las mañanas acompañaba a mi hermano Ismael, a buscar la leche donde la inolvidable, maternal y gentil, Graciela Molina de Quintero, una vez le pregunté al queridísimo ‘viejo’ Efra, qué tan cierto era el sartal de cuentos de Mandador acerca de la selva vallenata. Riéndose, se limitó a decir, el tigre no es como lo pintan, usted ha ido a Palermo, saque cuenta. Entendí lo contrario de lo que me quiso decir, asimilé que “Manda” se había quedado corto y decidí que, no había tiempo que perder, mañana mismo iríamos a enfrentar tan durísima realidad.
Con Machindio y Pipo Aroca, Alvarito Cespedes Diaz y Jorge García Oñate, partimos al filo de las siete de la mañana, con hondas, buena provisión de piedras y piedrecillas, un pedazo de segueta vieja, un soco o machete desahuciado, gran expectativa, miedo sin rencor y un potecito de leche condensada para entre todos. Caminamos larguísima jornada, sin parar, esquivando arañae’ gatales, paliábamos con orín el ardor de la pringamosa, disfrutamos el verdor, la finura poética del paisaje y la estruendosidad bulliciosa de guacamayos que iban y venían, extasiándonos en la variedad de pájaros, aves de diferentes colores y tamaños, gallinetas extraviadas y el contorsionismo de macos, micos y marimondas. Ah, las iguanas, caporos en encomiable frescor, reclinándose en las ramas elevadas de algarrobillos, guamos y ceibotes.
Cuando íbamos, nos saludamos con el grupo especializado de Eutimio Rodriguez, uno de los mejores jugadores del fútbol vallenato, cazadores de iguana con el propósito único de sacarles los huevos que, en época decembrina e inicio del nuevo año, se vendían en la puerta de los teatros, San Jorge, Cesar y Caribe. Qué puntería la de Eutimio, con la honda, con dos perros criollos perseguidores que sacaban la iguana de donde cayera.
Molinos de arroz ya se ubican por la zona escogida para incursionar, en nuestra primera aventura por parajes selváticos, al decir de Mandador. Por ello, al pasar por la federación de cafeteros, luego la panadería castilla, y listo. Se oscureció un tanto el panorama, giramos a la izquierda, y, como decían los corraleros de Majagual, ¡nos fuimos! Después de caminar y caminar, descubrimos detrás del primer molino una alfombra de tierrelitas, una que otra torcaza, y perdices que zumbaban sin parar. Pudimos cazar diez tierrelas, lo cual nos emocionó y continuamos tras la pista de una gallineta coja que habíamos visto antes, pero que se nos perdió con el fastidio por un pequeño frente de “angelitas” y “enreda cabello”, que hizo su aparición de repente.
De regreso, bajo un sol canicular y abrasador, con respiración pesada, lento caminar y bullicioso tripal, el silencio se hizo cargo de la situación, mientras perdíamos de vista el séquito de Eutimio, con cuatro varas largas de huevos de iguana, hasta los teques. Alvarito, venía sin camisa para airear el peladero del mogote, por la acción inefable de mosquitos y sarpullido, ¡todos a una!
Más allá de nuestra comprensión, un oso hormiguero balanceándose entre las ramas de un acacio, emitía un leve lamento, como avisándonos del chorro inminente de un mapurito, ataviado con rastros de ceniza en el lomo, lo cual alteró la tranquilidad reinante en el lugar y activó nuestro alejamiento, con lo cual mostramos armonía con el dicho del viejo Manuel, ¡con candela, no hay burro con reumatismo!
Sobre las dos de la tarde, regresamos directo al patio de la incansable Manuela Brito, organizamos, adobamos y, luego del ritual final de preparación, disfrutamos mi primer asado de tierrelitas, con solo sal y pimienta, acompañándolo con guineo largo cocido y un chispeante guarapo de panela con limón y tres gotas, no podían ser más de tres, de naranja agria. Que buena aventura, ahora es dable caer en cuenta que los molinos no estaban a más de cinco cuadras de donde queda hoy día el hotel Kurakatá, o sea que, ni siquiera llegamos al entorno fronterizo del barrio Sicarare. Ay la vida, cantó el Cacique de La Junta.
Alberto Muñoz Peñaloza
Sobre el autor
Alberto Muñoz Peñaloza
Cosas del Valle
Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.
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