Patrimonio
Un encuentro con los sentidos: tras los pasos de la comunidad afro en Aracataca

Un medio día en Aracataca es tan caluroso como el de mi natal Valledupar. Durante el recorrido estuve leyendo "De Valledupar a Macondo: Los caminos del realismo mágico" de Gautier Carmona. Sólo pensaba en cómo un cuarto del trabajo allí plasmado me había inspirado para poner todo mi empeño en agudizar los sentidos y, de esta forma, percibir de manera más profunda la complejidad de un lugar que visitaba por primera vez.
Mi vista estaba centrada en cada detalle: los oficios de la gente, la vegetación del lugar, las ilustraciones y la publicidad política, las fachadas y los techos de las casas. Trataba de ser muy objetiva, pues Aracataca prometía ser un destino mágico. No quería poner mis pies en su suelo, estando predispuesta a reducirla a la literatura y al ingenio paisajístico que Gabo había escrito para su tierra.
Al girar en una esquina noté que no sólo mis ojos lucían saltones y bien abiertos. Dos mujeres en una zona peatonal y, luego, un grupo de jóvenes estudiantes veían con sorpresa nuestra llegada. Mientras el bus se dirigía a la plaza, sus cabezas giraban para seguirlo, intentando leer con agilidad el nombre de la institución en los costados del vehículo.
En cuanto salí del automotor sentí un polvorín. Las calles, aunque pavimentadas, conservaban residuos de material de algunas otras que estaban en obras. Kike, el guía turístico del lugar, nos reconoció y, casi sin mediar palabras, comenzó a ilustrarnos con su conocimiento sobre datos y fechas acerca de la vida y obra de García Márquez. No fue muy extensa su presentación, debido a su discurso aceleradamente fluido.
La escultura de Gabriel García Márquez en la plaza recuerda a los visitantes que es Aracataca un sitio donde la realidad y la ficción se entrelazan. Cada mural pintado con el rostro del nobel me hacía pensar en Macondo, en Crónica de una muerte anunciada y en Memoria de mis putas tristes. Estos pensamientos se diluyeron por un momento mientras disfrutaba de una limonada de coco en el restaurante Zona Franca.
Llegué al Consejo Comunitario de Comunidades Negras Jacobo Pérez Escobar guiada por una amable funcionaria de la oficina de gobierno. Al entrar tuve que caminar con precaución entre mujeres y gritos estruendosos porque estaban en una actividad de madres comunitarias. El techo estaba lleno de globos de colores y la dinámica precisaba alcanzarlos. Escurriéndome, casi bailando, entré un poco nerviosa a la oficina del Makajan, como se anunciaba en lengua propia, en la parte superior de la puerta. Carlos Cassiani escuchó mi presentación y, diciendo sí a todo, propuso una hora para el encuentro: 2:00 p.m.
Llegué 20 minutos antes; 20 minutos que me sirvieron para realizar la entrevista menos esperada, para sentirme acogida por la energía vibrante del lugar. Había varias puertas de color amarillo, un sofá gris y, en el fondo, una entrada por la que pasaba mucha luz. Una de las calles en frente al consejo comunitario estaba en arreglos y olía mal.
Una de las sabedoras ancestrales del lugar, la señora Clementina Escorcia, me sujetó la mano firmemente, como muestra de recibimiento. Ella es una mujer serena, cordial, de manos sencillas y cálidas, dispuesta a la charla. Me comentó con gran entusiasmo uno de los emprendimientos del consejo comunitario: Los Dulces de la Tía Gloria. Esta iniciativa se enmarca en un proceso de resistencia y en el legado de una matrona de 97 años.
Los ojos brillantes de orgullo de esta sabedora expresaban con palabras efusivas los alcances de otro proyecto encaminado al fortalecimiento de la cultura afro a través de la gastronomía propia: el Restaurante La Trampa. El restaurante funcionó por cinco años en el patio del consejo, es un espacio que hoy se utiliza para reuniones y que se vio afectado por las obras que no ha finalizado el Municipio.
La señora Clementina afirma que las empanadas, las carimañolas y los dulces eran productos exquisitos que se vendían peleados en el local: “al público le gusta lo que tú le muestras, lo que tú le das, prácticamente la comida a ti te entra por los ojos, porque si ves una mojarra de esas así espectaculares pues la promocionas y la gente venía”, señala. “Aquí todo llamaba la atención, todos venían al restaurante” declara Cementina. Fue una desdicha no encontrar el restaurante en funcionamiento.
La cocina permite siembre brindar experiencias y fortalece lazos. Dispuesta a aprender de su cultura y su sabiduría, presté suma atención a la receta que me compartió en esa ocasión: “ el arroz con coco se ralla, se cuela, se frita y eso le da el toque marrón; le echas azúcar y sal, pero ni te es dulce ni te es salado, son distintos a los que hacen ahora con los tradicionales” comentó Clementina y agregó que: “para preservar la cultura no hay que cambiarle su esencia, hay dos especies, un arroz con coco frito y un arroz con coco que no es frito, sino con agua de coco y el otro es frito, pero con el mismo coco uno te va a dar marrón y otro te sale blanco”.
La sabedora manifestó también que, para sostener la cultura, hay que enseñar. Esto se realiza primordialmente con niños y niñas que se les hace consciente de este proceso. Pero compartir sus conocimientos con las personas de afuera es más un reflejo de voluntad de quien quiere aprender. “Hay que enseñar porque, a la final, a nosotros nos sirve que las cosas vayan evolucionando, que las cosas se vayan otra vez fortaleciendo”, aconseja Clementina, gracias a su trayectoria y conocimiento en el liderazgo comunitario.
Los sabores, los ingredientes y sus recetas son un testimonio de sus historias, de sus luchas y el arraigo que tienen por el territorio que habitan. “El territorio es allá arriba, allá nos vemos reflejados”, comenta clementina. Cuando oí sus comentarios pensé en Macaraquilla, un palenque ubicado cerca de Aracataca y que es resultado de largos procesos de restitución de tierras. La sabedora hablaba así de la importancia del territorio: “aquí abajo, acá estamos haciendo un esfuerzo en sobresalir; en Macaraquilla tú vas a jugar, vas a participar en la cocina, vas al río”.
Al final, quedó la puerta abierta para compartir saberes, dinamizar la cultura y vivir lo comunitario con toda la sabrosura que ofrecen sus raíces autóctonas: “Las visitas son buenas porque expanden lo que nosotros estamos haciendo y es el rescate de nuestras tradiciones; si yo lo sé y tú lo sabes, lo vamos a evolucionar. Se comparte como se vive, como se siente y si lo sientes lo haces exquisito”, concluye Clementina, mientas enfoca su mirada en el horizonte, en el futuro del pueblo afro que habita Aracataca.
Lina Marcela Márquez Rodríguez
Acerca de este artículo: este artículo es producto de la asignatura "Periodismo Cultural", integrada en el programa de Gestión Cultural y Comunicativa, Universidad Nacional de Colombia, Sede de La Paz
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