Patrimonio
Valledupar, la ciudad-acordeón
Desde el primer instante, la primera centésima de segundo, el calor arropa al visitante en el aeropuerto o la terminal de transportes, lo abraza como si se tratara de un gran reencuentro, tan efusivo como el tiempo que lleva ausente. Luego, llegan las anécdotas, el acento local, las calles arboladas, los taxis amarillos, las rotondas, las ventas de fruta y cholados en las esquinas, el sube-y-baja del vehículo sobre el asfalto deteriorado, familias enteras subidas en motocicletas, ese indecible olor a mango, el centro histórico –que de renovarse y mantenerse podría ser una joya de la costa Caribe-, y la famosa radio Guatapurí en el fondo, que, desde más de medio siglo, sigue informando a los ciudadanos.
Las imágenes, olores y sensaciones se encadenan a gran velocidad, atrapan al distraído viajero que busca ponerse al día, lo envuelven de forma única y lo ubican de inmediato en el lugar: ésta es la ciudad de Valledupar, la capital del departamento del Cesar, urbe en la que conviven más de medio millón de personas que, a diario, suben y bajan por un entramado de calles horizontales y verticales en busca del sustento, pero también y sobre todo: de la felicidad.
Tierra de fastuosos amaneceres –como tan bien lo describió el compositor Romualdo Brito en su canción “Amaneceres del Valle”– y de asombrosos atardeceres, la ciudad de Valledupar no escasea en títulos honoríficos y ostentaciones. Es, por un lado, la tierra del Festival de la Leyenda Vallenata, y por derecho propio, la “Capital mundial del Vallenato”, pero también el lugar en los que los cañaguates, las ceibas, los mangos y los algarrobillos crecen con gran facilidad. Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, que como lo expresa su nombre, fue fundada en los tiempos de la conquista española en el mismo día que se celebran los Reyes Magos y, en el que, desde su fundación oficial, ha ido creciendo con oleadas de migrantes de diversas partes del país y del extranjero.
Los símbolos de Valledupar son poderosos. El río que la visita, eje principal de un sentimiento cantado, es uno de ellos. Pero no hay un emblema más usado, comentado y compartido que el acordeón. Ese instrumento nacido en Viena (Austria) en 1829, gracias a los avances de Cyrill Demian, y perfeccionado a lo largo del siglo XIX por franceses y alemanes, suena con una tonalidad diferente en esta tierra cálida del Caribe colombiano. Y el viajero que llega con los oídos desenfadados y despreocupados, no puede negarlo. El acordeón suena y se agarra al oído, primero en el taxi, luego en la entrada del restaurante o del puesto de venta de comida rápida, y cómo no, hasta en el supermercado.
El acordeón no fue el primer instrumento en ahondar los sentimientos del Vallenato. La guitarra española, tan melodiosa y romántica en su nota, tan profunda y melancólica, todavía interpretada en duos o tríos que se aferran a la memoria, ha dejado paso a un sentimiento más dinámico, apasionado, casi obsesivo, que hoy reviste el nombre de Höhner. El acordeón Höhner es la viva ilustración del músico atado a una tradición local, y, pese a todas las muestras de amor, se construye en las lejanas fábricas de Trossingen (en Alemania) y en China.
En Valledupar, no hay lugar donde no suene el acordeón, pero tampoco donde no esté representando. De icono social, el acordeón ha pasado a ser un símbolo de identidad con el que hombres y mujeres, poderosos y humildes muestran o asocian su pertenencia a la tierra del Vallenato. De esta manera, el instrumento se ha adueñado incluso de la primera estrofa del himno de Valledupar, compuesto por la cantautora Rita Fernández Padilla –“Maternal, centenaria y bravía / luchadora en mestiza batalla… / Guardan leyendas los acordeones / Del Valle del Cacique Upar...– y, luego, de una de las glorietas más hermosas en el norte de la ciudad, hoy comúnmente llamada la glorieta del “Pedazo de acordeón” (en homenaje al primer Rey Vallenato, Alejo Durán). También se ha hecho notable en la glorieta de los compositores, en las cercanías del río Guatapurí, como soporte a la gloria de tres célebres intérpretes: Diomedes Díaz, Jorge Oñate y Poncho Zuleta. En su paseo por las calles de la ciudad, el instrumento de origen europeo ha dejado que pinten su rostro en una de las principales fachadas de la Academia del Turco Gil –reconocido maestro de “acordeoneros”–, se ha plantado orgullosamente en la entrada del Museo del Acordeón de Beto Murgas con un monumento llamativo y original del artista Walter Arland, e incluso ha permitido que se incrusten simbólicamente en la Plaza Alfonso López una estrella en homenaje a cada uno de los Reyes Vallenatos al más puro estilo de Hollywood.
La presencia del acordeón es tan recurrente que puede sorprender a un visitante poco acostumbrado a este nivel de apasionamiento. Si abre los ojos, podrá comprobar que el instrumento ha llegado a acapararse de lugares inesperados (y a veces inhóspitos), como los pasos de cebra en el centro de la ciudad, los camiones de Interaseo que recogen la basura e incluso el diseño de unos apartamentos con forma de acordeón que tan genialmente realizó el arquitecto José Agustín Cabas. Por su lado, la alcaldía de Valledupar lo convirtió en 2019 en un logo para distinguirse de las anteriores administraciones, y este hecho habla, de una forma u otra, de la banalización del acordeón y su apertura a todas las esferas sociales. Este logo municipal convive con un lema político: “En orden”, sin que esto genere discordia. La dimensión del acordeón ha trascendido todas las dimensiones del afecto y el orgullo: ahora, mucho más que un instrumento, el acordeón es una estampilla, un estampado, una firma y un lema.
En algunos escenarios culturales, charlas abiertas o debates improvisados, surgen de vez en cuando frases tales como “no sólo somos caja, guacharaca y acordeón”, en un esfuerzo de resaltar la diversidad oculta. Estas son muestras de resistencia de artistas o gestores bienintencionados que desean abrir la ciudad a otras realidades y se niegan a reconocer lo innegable: Valledupar es acordeón, acordeón y acordeón. Valledupar ofrece dificilmente otra alternativa que el acordeón porque se ha entregado a él deliberadamente. Dicho en otras palabras: Valledupar es la ciudad-acordeón por excelencia, una ciudad que vive por y para el acordeón, una urbe que existe a través del sonido de sus bajos… Pero, ¿en qué momento ese instrumento llegado por casualidad a las costas de la Guajira a principios del siglo XIX se impuso en el sentimiento de una ciudad?
La historia de una relación apasionada
Históricamente, el acordeón no fue siempre el instrumento más querido. Como bien lo recuerda Joaquín Viloria[1], el acordeón revestía una clara connotación despectiva a principios del siglo XIX. Por ser considerado como un instrumento de campesinos, no entraba en los salones y otros lugares de encuentro de la élite local. Los pioneros de la música vallenata, entonces principalmente mozos de fincas, vaqueros o campesinos humildes como Alejo Durán, Pacho Rada o Juancho Polo Valencia, personajes que alegraban las aldeas del Magdalena grande, se veían claramente proscritos de los salones por su carácter vulgar. Este rechazo visceral quedó registrado en los estatutos del Club Valledupar, especialmente en el artículo 62 que la gestora cultural Consuelo Araújo[2] detallaba de la siguiente forma: “Queda terminantemente prohibido llevar a los salones del Club música de acordeón, guitarras o parrandas parecidas”.
Sin embargo, los círculos de poder y las élites locales no pudieron ignorar la popularización de la música vallenata y de un instrumento que se ganaba la admiración de quienes querían compartir momentos inolvidables. El museólogo Beto Murgas considera que la sonoridad del acordeón, más viva y cálida que las gaitas nativas o que las guitarras, se impuso naturalmente en una música que buscaba generar emociones tormentosas, apasionadas e inmediatas. Además, explica Beto Murgas que el instrumento europeo “se convirtió en la orquesta de una sola persona, quien lo aprendía, interpretaba su melodía, armonizaba y llevaba acordes en la pieza instrumental escogida”.
La cantautora Rita Fernández comparte también esta perspectiva. Según ella, el protagonismo arrollador del acordeón, su puesta en escena y su energía sirvieron para renovar la forma en que se cantaba, pero también –y este detalle es elemental–: cómo se desarrollaban los bailes populares o cumbiambas. “La fuerza de la nota del acordeón se lleva por delante a muchos otros instrumentos –explica Rita Fernández–. También el acordeón ha facilitado la evolución de las melodías vallenatas, porque ha generado una cantidad de notas nuevas imprimiéndole al vallenato mucha alegría y movimiento”.
El acordeón se volvió con el tiempo el acompañante más expresivo, fidedigno y colaborativo del juglar en sus andanzas por el Magdalena grande. Su presencia ayudaba a contrarrestar la soledad que arropaba al viajero en sus largos viajes a lomo de burro y fue ganando así una imagen mítica gracias a los relatos convertidos en leyendas como el de Francisco El Hombre[3] que venció al Diablo interpretando el credo al revés. El acordeón se ganó en esos viajes una personalidad y un temperamento fiable y resistente, pero también una reputación de instrumento poderoso y transformador. Allá donde llegaba el acordeón, se transformaba el ambiente. La fiesta y el jolgorio invadían cada resquicio del pueblo.
Esa entrada progresiva del acordeón en los escenarios culturales y sociales se afianzó con las anécdotas de los pueblerinos, las noticias e historias de los juglares que viajaban de una aldea a otra, y terminó arraigándose en las costumbres con la apertura de los círculos de poder y la aceptación paulatina de las élites de la costa Caribe. En ese proceso de afianzamiento, las incursiones del cienaguero Guillermo Buitrago fueron esenciales. Éste pionero de la música vallenata en formato de trio (con dos guitarras y una guacharaca), fue también el primero en introducir el acordeón en las grabaciones comerciales que realizó en 1944 junto con el juglar Abel Antonio Villa[4]. De ahí en adelante, el intérprete y músico cienaguero empezó a grabar las canciones de compositores consagrados del Valle de Upar, contribuyendo así al crecimiento del Vallenato como género musical y, como consecuencia directa, al protagonismo del acordeón.
No obstante, el giro definitivo se dio a partir de los años 60, cuando artistas, gestores y políticos empezaron a unirse para transformar el Vallenato en fenómeno sociológico e identitario. El primer festival de música vallenata organizado en Aracataca en 1966, y en el que participaron personalidades como García Márquez, Cepeda Samudio, Rafael Escalona y el pintor Jaime Molina, estableció un modelo jamás visto antes en el que el acordeón era el centro de interés. Un innegable símbolo de prestigio, pero también el alma absoluta de un evento dirigido a las masas. El concepto de competencia –en el que intervenían distintos acordeonistas de diferentes lugares de la región– involucraba de manera inédita el público en las decisiones y alentaba la formación de grupos de apoyo y de escuelas con sus propios estilos musicales. Aunque el evento todavía no había tomado su aspecto definitivo, ya era un éxito. El corresponsal del periódico El Tiempo, Amado Blanco Castilla (1966), lo plasmó en su artículo: "El Festival, primero en su género en el país, fue un verdadero acto de civismo y alegría colectiva"[5].
El éxito no escapó a la vista de Rafael Escalona quien, presenciando el evento en Aracataca, expresó su deseo de verlo crecer en su tierra natal: "Vengo como un mensajero de mi región... considero que el Festival [Vallenato] se debe rotar. El año entrante será en Valledupar"[6]. Tampoco se le escapó a la gestora Consuelo Araújo y el gobernador Alfonso López Michelsen, quienes, con la realización del Festival de la Leyenda Vallenata en 1968 celebraban también la creación del departamento del Cesar y la entronización de Valledupar como su capital. “Es éste el momento cuando Valledupar adquiere el protagonismo de la música vallenata”, explica el museólogo Beto Murgas antes de hacernos caer en cuenta que, desde ese mismo instante, la capital del Cesar se convierte en la piedra angular de un género musical amplio y difícil de definir, que abarca gran parte del Caribe colombiano desde las Sabanas del Tolú hasta las orillas del río Magdalena. De repente, la pequeña urbe de la provincia –que cuenta solamente unos 43.000 habitantes en 1964[7]– se convierte en la capital de los pueblos que celebran la música de acordeón, y por vía expedita: la Capital mundial del Vallenato. Desde entonces, la administración municipal y departamental han visto como una monarquía musical se ha instalado en el corazón de sus territorios y escoge cada año unos acordeoneros que convierte en leyenda.
El acordeón como testigo de los momentos más entrañables
El apasionamiento espoleado por los concursos del Festival de la Leyenda Vallenata generó, por un lado, manifestaciones de orgullo local, pero también un interés súbito a nivel regional y nacional. “Valledupar se convirtió en una ciudad atractiva para colombianos y extranjeros –explica Beto Murgas–. Claro, todo esto debido al mágico sonido del acordeón europeo sentado en el centro de un género musical con características terrígenas y con sabor a pueblo”,
El título de “Ciudad de acordeones”[8] –que Valledupar empezó a ostentar implícitamente a partir de finales de los años 60–, avivó drásticamente la presencia del acordeón en todos los actos sociales. Las parrandas con presencia de acordeonistas se convirtieron en “rituales a la amistad”[9], cultivados en patios amplios y a la sombra de frondosos árboles, en fincas o al lado de ríos, y fueron recuperados efusivamente por los círculos de poder que terminaron replicando esas manifestaciones de alegría y sociabilidad con grandísima efusividad. El propio gobernador y presidente de la república Alfonso López Michelsen se enorgullecía de tener en sus parrandas a sus mejores amigos y los más diestros “acordeoneros” del Festival de la Leyenda Vallenata. De esta forma sentó las bases de una parranda en donde se comparte “la ensoñación de escuchar un acordeón en plena madrugada”[10].
La parranda tiene ese carácter íntimo y sentimental, que, sin dudas, ha contribuido a cementar ese amor pasional de Valledupar por el acordeón. “Cuando el acordeonista está interpretando una canción, las personas que hacen parte de esta parranda, están totalmente concentradas en la forma en cómo ejecuta la nota –explica Rita Fernández–. Algunas veces, el intérprete del acordeón refiere alguna anécdota acerca de la canción, y, después de esa anécdota, la interpreta y el silencio se vuelve total. El apasionamiento es absoluto. La conexión del intérprete del acordeón con los que están haciendo presencia ahí en un patio en Valledupar o de cualquier lugar de la comarca vallenata, es igual de profunda. Ésta es una región en donde la solidaridad y el calor humano son tan grandes, que yo digo esto es el corazón de Macondo. Aquí, en esta tierra, se rinde tributo a los afectos y los sentimientos. Y si ha habido algo que ha expresado los sentimientos más grandes de la gente de esta comarca, es el acordeón”.
En estos espacios musicales en donde prima la amistad, fueron consolidándose irreversiblemente el apego entre Valledupar y el acordeón. Como bien lo describe Rita Fernández, “el acordeón se apoderó del Vallenato y el Vallenato del acordeón”, pero a esta perspectiva dual hay que añadir una tercera: Valledupar supo también apoderarse del acordeón y del Vallenato, le brindó escenarios abiertos a todos, calles, patios y una cita anual en los últimos días de abril para alimentar las anécdotas y maravillarse con las piloneras.
De ahí surgieron poderosas imágenes que siguen alimentando telenovelas y cuentos. Como aquellos camperos willys que recorrían la plaza Alfonso López, el barrio Cañaguate y otros escenarios de la ciudad de Valledupar con sus tríos vallenatos –el acordeonero, el cajero y el guacharaquero– instalados en la parte trasera del vehículo para animar tardes enteras. “Era bellísimo ver cómo esa música se iba alejando en esos camperos y volvía, y así duraban horas”, expresa Rita Fernández con tono nostálgico.
Un pensamiento lleva a otro. La cantautora recuerda grandes anécdotas de cómo el acordeón fue introduciéndose en el lenguaje y en la estratificación social, y cómo su sola presencia era señal de poder adquisitivo. “Mi papá me contaba que, cuando el acordeón comenzó a volverse importante, le sacaban algunos chistes muy simpáticos como: “¿Pedro Tal? ¿Quién es Pedro Tal? Ahhh, sí. Pedro Tal, claro, él es importante porque tiene acordeón y rivolver” –Rita Fernández sonríe y añade–: los campesinos no decían revolver, sino rivolver. Aquí hay mucha gente que sigue alardeando de tener un acordeón en casa. Esa pasión es muy linda”.
Hoy por hoy, la llegada de nuevos ritmos electrónicos y las fusiones con otros géneros musicales han relegado el acordeón a un plano menos protagonista. El papel del acordeón ha llegado a ser seriamente cuestionado en la puesta en escena y las últimas producciones de cantantes de éxito como Silvestre Dangond que han borrado en gran medida su presencia[11], sin embargo, el acordeón sigue siendo el gran símbolo de una música viva, sigue cultivándose en las academias musicales que han pululado a lo largo de las últimas décadas en el Cesar, el Magdalena y la Guajira, y sigue todavía muy presente aquella célebre frase de García Márquez que describe el poder de un instrumento mitificado: “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”[12].
Pero lo mejor de todo es que el acordeón tiene casa y patio, tiene finca y río, tiene un festival, una galería de recuerdos y un museo. El acordeón tiene a Valledupar. Y Valledupar tiene al acordeón…
Johari Gautier Carmona
@JohariGautier
[1] Joaquín Viloria de La Hoz. “Un paseo a lomo de acordeón: Aproximación al vallenato, la música del Magdalena Grande, 1870-1960”. Banco de la República. 2017.
[2] Consuelo Araujonoguera. “Vallenatología: orígenes y fundamentos de la música vallenata”. Ediciones Tercer Mundo. 1973.
[3] Juan Rincón Vanegas. “El día que nació Francisco El Hombre”. PanoramaCultural.com.co. 23 de agosto del 2017.
[4] Lisandro Jacob Pinedo Illidge. “La guitarra en la música tradicional vallenata”. Universidad Pedagógica Nacional. 2015.
[5] Joaquín Viloria de La Hoz. “Un paseo a lomo de acordeón: Aproximación al vallenato, la música del Magdalena Grande, 1870-1960”. Banco de la República. 2017.
[6] Joaquín Viloria de La Hoz. Idem.
[7] Vladimir Daza Villar. “Valledupar, de la ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar a la invención de la capital departamental”. Revista Credencial Historia. Nº 225. 2008
[8] En 2011, el periódico El Tiempo difundía ese título con un artículo titulado: “Valledupar, la ciudad de los acordeones”.
[9] Maríaruth Mosquera. “La parranda vallenata como un ritual de amistad”. PanoramaCultural.com.co. 2018.
[10] Fabio Fernando Meza. “López Michelsen: un cachaco con corazón costeño”. PanoramaCultural.com.co. 2019.
[11] Jorge Nain Ruiz. “¿Quién asume: el cantante o el acordeonero?”. PanoramaCultural.com.co. 11 de diciembre del 2020.
[12] Gabriel García Márquez. “Punto y aparte”. El Universal. Mayo de 1948.
Sobre el autor
Johari Gautier Carmona
Textos caribeños
Periodista y narrador. Dirige PanoramaCultural.com.co desde su fundación en 2012.
Nacido en París (en el distrito XV), Francia. De herencia antillana y española. Y, además -como si no fuera poco-: vallenato de adopción.
Escribe sobre culturas, África, viajes, medio ambiente y literatura. Todo lo que, de alguna forma, está ahí y no se deja ver… Autor de "El hechizo del tren" (Ediciones Universidad Autònoma de Barcelona, 2023), "África: cambio climático y resiliencia" (Ediciones Universidad Autónoma de Barcelona, 2022), "Cuentos históricos del pueblo africano" (Ed. Almuzara, 2010), Del sueño y sus pesadillas (Atmósfera Literaria, 2015) y "El Rey del mambo" (Ed. Irreverentes, 2009).
1 Comentarios
Como la canción, si no fuera por el acordeón caramba, Valledupar moriría. Muy buena columna.
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