Patrimonio
Edigar Salazar y el carnaval de La Paz-Cesar
Tercero de una serie de 6 artículos periodísticos que pretenden rescatar la tradición oral de tres municipios del departamento Cesar: Manaure, La Paz y San Diego. Puede leer en estos enlaces la primera y la segunda entrega.
A sus 74 años, continúa viviendo el frenesí de la tradición carnavalera. Su existencia ha sido una fiesta continua. De niño, ya gozaba con las ocurrencias hilarantes del viejo Luis Silvestre y Juan Ramón Gutiérrez, dos mamadores de gallo, pioneros de las parodias carnestolendas en el pueblo de La Paz. Mantenía detrás de ellos, siguiendo las pistas secretas de sus picardías, y desde entonces supo que el carnaval no era una simple repetición anual de desfiles y apariciones de seres estrafalarios, sino un estado mismo del alma, un alborozo digno de toda su devoción.
–Tengo 74 años, pero he vivido más de 100 –afirma, dejando relucir esa clase de juventud que rebasa los mapas de las arrugas.
–Soy consciente de que eso se acabó. Ya yo no entro a los bailes que organizan aquí en las discotecas, porque son a oscuras y a mí me gusta es que me vean. ¿Qué voy a buscar yo allá? sentencia–. Ya no es como antes.
Desde algún momento perdido de su infancia, Edigar Salazar fue bautizado como ‘El chore’, apodo que, en lo posterior, habría de configurar su identidad mamagallística. Proviene de los mimos y las sílabas cariñosas que su tía Antonia Pérez le manifestaba cuando era apenas un bebé, mientras lo cargaba en sus brazos, lo agitaba a uno y a otro lado y lo colmaba de besos. Según cuenta, su tía le canturreaba y le decía ‘choreré’.
Tiene un timbre de voz enérgico. A primera vista, da la impresión de ser un hombre adusto y serio, pero en la calidez del diálogo sobre su tema predilecto, la risa es espontánea y el discurso, fluido y gentil. El tinte que se ha aplicado recientemente en su cabello sirve, al tiempo, a dos propósitos: como elemento de disfraz y ocultamiento de las canas. Su entrecejo permanece fruncido y el rostro, pétreo e inquebrantable, se halla poblado de lunares. Salazar toma whiskey a la víspera, durante los fines de semana que van desde mediados de enero hasta el último día de carnaval.
–A mí lo que más me gusta es el carnaval –afirma–. Las demás fiestas del año ni me interesan. Para esa temporada me preparo previamente. Compro 2 o 3 cajas de whiskey. Parrandeo sábados, domingos y los cuatro días del carnaval. El último día saco a Joselito.
El término ‘caseta’ es de significado múltiple, pero en la mayoría de los pueblos del Cesar denota una misma cosa. Construcción o espacio destinado a un espectáculo, baile o diversión popular. Entre 1964 y 1965, Edigar inició como empresario de casetas de carnaval. Para entonces, era común que las mujeres usaran el ‘capuchón’, un atuendo que servía para bailar, bajo reserva, con todos los hombres que pidieran su mano en medio del bailongo. Entregar el capuchón era una política de esos festines.
–Aunque había hombres que se encapuchaban para entrar como mujeres y de gratis, a los salones. Cualquiera se enamoraba de ese capuchón, sin saber que era hombre, y este aprovechaba para beber a costillas de cualquiera –afirma Salazar- entre risas.
De esa época también se registra la tradición de ‘las mironas’, mujeres de edad avanzada que entraban a los bailes y se sentaban en los alrededores del salón a cuidar las botellas de ron y whiskey de sus amigos emparrandados. Durante el festejo carnavalero era válido cualquier elemento que alterara de forma burlesca la fisonomía. Una pañoleta. Pintura en los labios. Tinte en el cabello. Se podía ser extravagante sin tanto cuento.
Un gallo cacarea, perezoso, en algún patio vecino. El calor empieza a ser sofocante. De repente, un recuerdo triste es referido por Salazar. “En el año 1972, se accidenta viniendo de Bogotá, por ahí por Becerril, en el Cerro Azul, el avión de TAC (Transportes Aéreos del Cesar). Murieron varios pacíficos. Eso acabó con el carnaval de La Paz, que tenía mucho entusiasmo. El día que eso ocurrió, estaba disfrazado de indio apache. Había mandado hacer un vestido flecado en las orillas. El salón de baile estaba a reventar, cuando se oyó por Radio Guatapurí la infausta noticia”.
En memoria de lo sucedido, se escucharía, posteriormente, la canción “Tragedia en el cerro azul”, interpretada por Aníbal Velásquez:
“Negra la noticia fue para Valledupar
y para las familias de las víctimas fue duro
Cuando ellos escucharon que un avión de línea TAC
cayó en una montaña y que no se salvó ninguno”.
Y ‘Dolor vallenato’, de la autoría de Sergio Moya Molina e interpretada por Willy Quintero:
“Cinco de febrero del año 72
Una ingrata fecha que no se puede olvidar
Porque la tragedia de aquel avión que cayó
inundó de llanto y cubrió de luto al Cesar”.
Superado el duelo colectivo, llegaría la resignación y las emociones festivas colmarían de nuevo los corazones en los años subsiguientes. Vendrían más carnavales, disfraces y ocurrencias picarescas. Porque un pueblo acostumbrado a la algarabía, no anda con vueltas para beber y parrandear aún en medio de la tristeza.
A principios de la década de 1980, comienzan a tomar forma una serie de representaciones teatrales que, en medio del jolgorio del carnaval, parodiaban o criticaban algún aspecto de la realidad social o política del municipio. Junto a Edigar Salazar hicieron parte del reparto, en uno y otro momento, personas como Álvaro Aarón, Gustavo ‘El Queca’ Gutiérrez, Tin Cotes, Claudio Cotes, Milciades Cantillo, Orlando Calderón, Pedro Montaño, Kike ‘media vida’, Augusto Gutiérrez, Arquímedes de La Hoz, Juan Urbina, Luis Vives, entre otros.
En diálogo posterior, en su residencia, Gustavo ‘El Queca’ Gutiérrez hablaría de Luis Silvestre, su difunto padre, y de su grupo de amigos, quienes fueron referentes, a su vez, de los jóvenes que más adelante harían elenco con Edigar Salazar.
–Los pioneros de los teatros carnavaleros fueron Luis Silvestre Gutiérrez, Demetrio Sierra, Antonio Sierra, Vicente Castilla, Juan Ramón Gutiérrez y Francisco Gutiérrez, no habían más –arguye–. Te estoy hablando del año 40. De ahí para acá se formaron parte de los disfraces en La Paz. Eran gentes que no sabían leer ni escribir, pero tenían una chispa para hacer obras de teatro, perfectas.
Sabiéndose depositarios de ese legado, ‘El chore’ y su elenco hacían el libreto y cada año sacaban una representación de estilo teatral que exponían en una esquina, cerca al parque principal.
–Tenía que ser en las esquinas para que la gente se aglomerara y vieran la obra –declara Salazar–. Escribíamos el libreto y entrenábamos en la casa de Tin Cotes. Había que reducirlo a, máximo, 10 minutos para que no aburriera. Tan extraordinario fue que una de las representaciones la llevamos a Valledupar.
Edigar apunta que fueron tres las representaciones teatrales que realizaron en aquellos años.
–Es que estoy pensando cuál fue la otra. Se que fueron tres. Espérate ahí –dice intentando recordar–. ¡Ah! Fue la de La horca. Un disfraz fue el de José Carlos Morón como alcalde, otro fue el de la crítica a los entes bancarios y el otro el de La horca –repone. Gustavo asegura que fueron alrededor de cinco–. Hicimos Integración fronteriza (la del alcalde José Carlos), Caja agraria (entes bancarios), el Matrimonio civil, La horca y la del Machete, en la que ‘el chore’ no salió.
¿En qué consistían esas obras de teatro callejeras? Edigar asevera que el disfraz del alcalde José Carlos Morón o Integración fronteriza parodiaba la compra de unos equipos viejos de computación y unos cuadros de Simón Bolívar que el alcalde, en su afán de modernizar la alcaldía, le había comprado a ‘Játiva’, un venezolano que “quién sabe dónde cogió eso y se lo encasquetó al alcalde”. –Se trataba del engaño que le había hecho Játiva al alcalde de La Paz –señala. Gustavo difiere. Dice que consistió, simplemente, en que “ya se podían traer carros venezolanos, a través de la frontera de La Guajira con Venezuela.
Ambos coinciden en que la Caja agraria o representación de los entes bancarios fue una crítica a las malas administraciones y la exclusión a que eran sometidos campesinos, obreros y mecánicos.
–El difunto Lorenzo Pinto, que era el gerente de Caja Agraria, se lo tomó personal y se puso bravo con nosotros –precisa Salazar–. En realidad, no era para él, sino que quisimos reflejar cómo trataban a los campesinos o a las personas de nivel medio que eran emprendedores. Del Matrimonio civil Gustavo afirma simplemente que “fue una parodia de la aprobación del matrimonio civil”.
Gustavo guarda silencio. La tarde sabatina en La Paz es plácida y fresca. Dos cacatúas enjauladas trinan con delicadeza. El entrevistado tiene una bitácora con escritos inéditos que atesora escrupulosamente. De allí saca un paquete de fotos. –Te voy a dar la oportunidad de tomarle la foto a una sola –declara con firmeza. La imagen fotografiada corresponde al grupo que expuso la obra del Matrimonio civil.
De los otros dos –La horca y El machete- uno recreaba el procedimiento bárbaro de justicia y el otro era una ilustración de algunos episodios de violencia fratricida en la época, según narran Edigar y Gustavo en distintos momentos.
Antes de despedirme de Edigar Salazar, me enseña los disfraces que usa cada año desde la víspera de carnaval. Son los vestigios de los carnavales del ayer. Su primo hermano, Luis Tiberio Mejía, ha llegado y le ayuda a desplegar los atuendos. Disfraces de Elvis Presley, monja, Donald Trump, Drácula, faraón, Adolfo Hitler, zorro, jeque musulmán, indio arhuaco y cura. Con ellos llama la atención de propios y forasteros en La Paz.
–¡Salazar! –gritan al pasar sus simpatizantes.
Alex Gutiérrez Navarro
Sobre el autor
Alex Gutiérrez Navarro
Zarpazos de la nostalgia
Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación.
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