Música y folclor
Gabriel García Márquez, Escalona y el Vallenato, así sucedió…
Bastante difícil es para mí, en gran aprieto me encuentro ante ustedes, hablantes de varios idiomas, el tener que expresarme en mi habla vallenata, mezcla de palabras y cantos, nacidos en el Caribe colombiano, entre el mar, nevados, valles y ríos.
¿Cómo hacerme entender ante tantos eruditos en literatura y en sinfonías con mi canto vallenato, acostumbrado a sosegar la sed de los muchachos enamorados o los amores apasionados de las mujeres que a veces también son muy apasionados?
Mayor compromiso es para mí que el vivido por el emperador Carlos V según me contara mi maestro de bachillerato, cuando el Emperador debió dirigirse a sus súbditos en el Senado de Génova con estas palabras: “Aunque pudiera hablaros en latín, toscano, francés y tudesco, prefiero la lengua castellana para que me entiendan todos”. Se supone que en ese entonces era la lengua más universal.
En este caso –y en mi caso específicamente-, la situación es más comprometida porque no todos ustedes los presentes hablan español ni yo hablo el francés ni otro de los idiomas nativos de los que están aquí. Entonces, vamos a ver cómo puedo salir de este berenjenal que nunca podrá compararse con la Torre de Babel.
Desde luego que la culpa no es mía, yo creo que más bien es de ustedes los europeos, de los franceses, de los ingleses o de quienes aquí sólo hablen su lenguaje nativo alemán o italiano, suizo, ruso, inglés u otro idioma viviendo tan cerca de España…
A propósito, esto me hace recordar lo que me contó el Premio Nobel, el gran “Gabito”, refiriéndose a los afanes pasados aquí en París cuando escribió su cuento “El Coronel no tiene quien le escriba”, oyendo hablar a cada instante en francés y otros idiomas, cuando debía pensar y redactar en español. Al fin lo hizo; escribió su cuento y le salió bien la cosa. “El Coronel no tiene quien le escriba”. Eso quedó escrito, pero a “Gabo” le siguieron escribiendo.
Así llegamos no al cuento sino al momento para contarles ahora sobre ¿cómo?, ¿dónde? y ¿cuándo? el novelista y este cantor se conocieron y se entendieron hablando en vallenato, acompañados del acordeón, la caja y la guacharaca. Estos sí fueron diálogos y conversaciones en idiomas diversos porque cada instrumento tenía su habla, su propio lenguaje y nota distinta: la guacharaca indígena, el tambor africano y el acordeón europeo.
En ese entonces, “Gabo” y yo, unos muchachos, comenzábamos a trazar nuestros propios rumbos, el uno por la literatura y el otro por la música, sólo sentimiento: la vida y la magia de los hombres del Caribe colombiano, mitad caimanes, leones, tigres y centauros, románticos y soñadores y positivos con los derechos del hombre: “América, África y Europa, ensayando juntas sus propias palabras y canciones”.
“Gabito”, nacido en Aracataca, al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, y yo en Valledupar, nadando en las ciénagas del Río de La Magdalena, por aquí, rodeados de selvas, se asentaron nuestros antepasados españoles, amancebándose con indias y africanas. Parece que eso era muy sabroso y muy bonito.
Siglos después, “Gabo”, “Gabito”, nieto de un coronel, y yo, hijo de otro combatiente de la Guerra de los Mil Días, que se habían batido por defender los partidos rojo y azul de la República, queríamos descifrar los verdaderos colores mulato y zambo de nuestras sangres.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar a mediados del siglo XX. Apenas a “Gabo” le retoñaban los bigotes; no era tan bigotudo en esa edad cuando el cacareo de las voces nos exigía definir nuestra propia personalidad. Tarea nada fácil cuando descubrimos los encantos de la mujer y nuestros padres nos reclamaban las responsabilidades de la hombría y los estudios.
En las tierras cálidas de Santa Marta, frente al mar, donde había cursado mis estudios de bachillerato, yo, hasta cierto punto, era esquivo a recibir el título de bachiller porque mi novia, “La Maye”, me esperaba en Valledupar para escuchar en su ventana mis serenatas de paseos y merengues, a que yo la tenía acostumbrada. Ella era mi dulcinea para que yo diera rienda suelta a mis sentimientos de trovador en medio de parrandas; allí se escuchaban los viejos maestros de la música vallenata en piquerias de acordeón. Allí aprendí muchas cosas, para mí ésta era la mejor academia de la vida, el amor y el canto.
Por el contrario, “Gabo” venía de otras latitudes extrañas a sus ancestros, las paramunas sabanas de Bogotá, donde también padeció su internado de bachillerato en Zipaquirá, una ciudad construida por los españoles sobre los antiguos socavones de las minas de sal. Sus profesores, picapedreros de las letras, lo moldearon en las canteras de la literatura.
Y si no escapa de los estudios de códigos y leyes en latín, hasta le hubieran colgado la toga de jurista en la facultad de ciencias del derecho en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá.
Pálido como un bloque de sal se apareció cualquier día vendiendo enciclopedias y diccionarios por Valledupar y la península de La Guajira, frontera con Venezuela, tierra de indios bravos donde naciera su abuelo Nicolás Márquez.
Como he hablado mucho de “Gabo”, para ser justo quiero que escuchen lo escrito por él sobre mi persona, en aquellos años cuando yo mismo desconocía por donde enrumbar mis pasos de estudiante desobediente.
Me corresponde en este caso, en esta ocasión, apartar a un lado la humildad y evitando pecar de mentiroso, leo entre comillas su diagnóstico de novelista principiante: En ese entonces “Gabo” escribió… “Ya Rafael Escalona, con poco más de 15 años, había hecho sus primeras canciones en el Liceo Celedón de Santa Marta, y ya se vislumbraba como uno de los herederos grandes de la tradición gloriosa de Francisco El Hombre, pero apenas si lo conocían sus compañeros de colegio. Además, los creadores e intérpretes vallenatos eran gente del campo, poetas primitivos que apenas si sabían leer y escribir, y que ignoraban por completo las leyes de la música. Tocaban de oídas el acordeón, que nadie sabía cuándo ni por dónde les había llegado, y las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y si acaso, muy buena para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes. De modo que el joven Rafael Escalona, cuya familia era nada menos que parienta cercana del Obispo Celedón, se escandalizó con la noticia de que el muchacho compusiera canciones de jornaleros.
Fue tal el escándalo doméstico y familiar, que Escalona no se atrevió nunca a aprender a tocar el acordeón, y hasta el día de hoy compone sus canciones silbadas, y tiene que enseñárselas a algún acordeonista amigo para poder oírlas. Sin embargo, la ilusión de un bachiller en el vallenato tradicional le introdujo un ingrediente culto que ha sido decisivo en su evolución. Pero lo más grande de Escalona es haber medido con mano maestra la dosis exacta de ese ingrediente literario. Una gota de más, sin duda, habría terminado por adulterar y pervertir la música más espontánea y auténtica que se conserva en el país”
Así para que nos entendamos todos, colombianos, franceses, españoles, alemanes, italianos, portugueses, rusos e hispanoamericanos en esta gran nación, me parece sensato cederle el turno, cederle la palabra al acordeón, la guacharaca, la caja y al cantante tenor Iván Villazón, uno de los más grandes intérpretes del vallenato para que nos cuente en vallenato, hasta donde lo permita el tiempo, algunas anécdotas y nos hable de personajes que han inspirado a los viejos músicos de nuestra tierra vallenata, los mismos de Macondo que narra García Márquez en sus novelas, y que yo en mis canciones les narro, también les hecho cuentos y canto sus historias.
Rafael Escalona Martínez
Testimonio vivencial contado por el compositor en las instalaciones del Barrio Latino, 42 Rue Faubourg Sainte Antoine.
París, 4 de Julio de 2001
1 Comentarios
Delicia inesita para mí leer algo de puño y letra del maestro Escalona y saber de sus trabas sociales que supo sortear y así haber podido darnos sus cantos.
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