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Crónica de un viernes santo en San Diego
Son las cinco y media de una tarde oscura y ventilada. El cielo moteado de manchas grises se muestra tan inquietante como el día anterior. Sin embargo, los devotos de Semana Santa no dejan de lado las celebraciones del viernes santo.
San Diego es un pueblo cercano de Valledupar, de gentes acogedoras con una identidad tan marcada como las raíces de sus fiestas. Desde la entrada, se respira el aire de un lugar rendido al cultivo del buen gusto. Ése mismo aire es el que posiblemente haya inhalado el nuncio Aldo Cavalli quien estuvo aquí el día anterior y repite desde hace tres años sus visitas en Semana Santa.
Muchos habitantes se preguntan cuál es el motivo de tan aguerrido interés del nuncio por San Diego. Muchos otros se enorgullecen y enumeran la lista de logros de un pueblo que lo tiene casi todo: ministros, senadores y diputados… “Sólo nos falta un presidente de la república y un obispo”, comenta un entrevistado.
En la Plaza Francisco Becerra Arzuaga, centenares de creyentes esperan el inicio del sermón de las Siete palabras. El leve atraso del Padre no se traduce en impaciencia. Aquí prima la parsimonia y el respeto. La semana santa es antes de todo un momento de convivencia, una oportunidad de encontrarse y sentir lo que les une.
A las cinco y media, el padre Rafael Amaya inicia el sermón con una voz resuelta y cortante. De repente, niños y niñas que revoloteaban o jugaban detrás de una pelota se apresuran en seguir a sus padres, tíos y abuelos. La oscuridad se acentúa y, de repente, todo el fervor se concentra en la Iglesia del Perpetuo Socorro, engalanada para la ocasión.
Ante la falta de espacio, algunos espectadores deben quedarse al exterior y observan el discurso en una pantalla que reproduce los más mínimos detalles de la misa. Las palabras se suceden junto con una viva ilustración: la primera (Padre, Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen), la segunda (En verdad te digo hoy estarás conmigo en el paraíso)…
Estalla lo que todos habíamos presentido pero que nadie quiso creer. El aguacero se instala en el centro de San Diego y con sus manos y pies revuelve toda la plaza. Los que se habían quedado afuera se ven, de repente, obligados a buscar refugio en la iglesia o irse a una esquina que ofrezca un amparo.
La lluvia es tan fuerte que en pocos segundos se forman riachuelos y lagos en las calles que colindan la iglesia. En su interior, la belleza del cuadro es inestimable. Todos los congregados disfrutan de la palabra como si nada afuera estuviera pasando. Pueden gritar y tronar los rayos, pueden acumularse litros y litros de agua, pero el espectáculo de la Semana Santa sigue intacto ante el altar del Padre que sigue con su sermón.
La Quinta palabra (Tengo sed), la sexta (Todo está cumplido) y la séptima (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu) marcan las últimas etapas de un acto que termina con un fuerte disparo y el rompimiento del velo blanco que encubre a Jesucristo.
Toda la emoción se concentra en un punto. En Jesús. Las miradas, las cámaras y los celulares se dirigen hacia él para ver cómo unos nazarenos lo descuelgan de la cruz. El silencio se alterna con expresiones de profunda turbación. Cada año esta escena se repite y, sin embargo, el estupor sigue siendo el mismo.
Ya colocado en el sepulcro, Jesucristo sale de la Iglesia tras la marcha agitada de los romanos y la imagen de la Virgen María. Empieza la procesión del Santo Sepulcro ante los semblantes maravillados y enternecidos de centenares de espectadores que sienten en este momento el dolor de Jesucristo.
Al salir, el manto de la noche ha caído, pero San Diego sigue tan despierta como al inicio de la semana.
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